sábado, 28 de mayo de 2016

¿ESPERANZA PARA UN PAÍS DESVANECIDO?


                                                                                                                                                                                                                                                                                                                 





                   “… repugnancia por los tumultos que son esencia última del cuartel.” Mario Briceño Iragorry: El regente Heredia o la piedad heroica


Lo que ha venido sucediendo en Venezuela en los últimos lustros revela hasta qué punto lo que para algunos pareciera resultado, para otros es inconclusión y caos; y lo que para unos es oferta y promesa, para otros no es sino pantomima y alharaca. El asunto es saber hacia donde dirigimos nuestras miradas y donde colocamos nuestros énfasis. Cuál es el tamaño de nuestra ingenuidad y cuál –parafraseando a Borges- el de nuestra esperanza.
Desgarrado espacio de una descomposición desde tiempo atrás anunciándose; permanente rumbo hacia un deterioro donde fueron sumándose códigos nuevos, viejas fórmulas e incesantes griteríos que intentaban imponer la obediencia ante una solitaria razón; y un tiempo, un tiempo nuevo que parecía enumerar sin sumar y restar sin aprender, multiplicó vacíos y desperdicios, refutó armonías y se deshizo en medio de muchísimas cenizas. El resultado final ha sido la destrucción de la voz ante la irracionalidad de las vociferaciones; la fuerza de la palabra sensata ahogada por los gritos que apelan solo a la insensatez.
Los venezolanos contemplamos, ahora, la descarnada conclusión de algo que comenzó con la imposición de un fenómeno anteriormente inexistente dentro de nuestra historia: el culto a la personalidad; algo que iba mucho más allá de la tradicional admiración u obediencia al caudillo –político o militar- tan frecuentemente reiterado en tierras venezolanas.
El culto a la personalidad se emparentaba, ahora, a una ideología impuesta: patraña intelectual –no inteligente- que a partir de una única verdad o una solitaria respuesta pretende explicarlo todo, justificarlo todo, definirlo todo, alentarlo todo para todos y en todo momento. Que todos piensen igual, que todos amen eso que se les obliga a amar, que todos odien lo que otros deciden que es preciso odiar; que todos tengan los mismos sueños, los mismos principios y valores; que todos digan lo mismo, vociferen las mismas consignas, profieran los mismos insultos; que un pensamiento único se apodere de todas las conciencias… Es el anhelo de ciertas ideologías, convertido, sin embargo, en pesadilla de la convivencia humana, en infierno hecho realidad social.
La ideología arrastra a la inmensa mayoría hacia la esclavitud de la sumisión; y a otros, a una ínfima minoría, los convierte en los verdugos para la mayoría. La ideología no establece matices; no hay en ella medias tintas ni espacio para la inevitable paradoja o la insoslayable contradicción en los comportamientos y acciones humanas.
Las personas adocenadas por la ideología son incapaces de discernir por sí mismos; y lo más inconcebible es que intelectuales, pensadores que hubiesen debido naturalmente permanecer al lado de sus voces, esto es, de sus argumentos surgidos de su experiencia y de su tiempo, sean los principales propaladores de versiones que impiden a los seres humanos enfrentar la vida por ellos mismos.
Y, precisamente, una de las más trágicas y grotescas secuelas de ese propósito por responder a todas las incertidumbres humanas con un pensamiento único, es la del ya mencionado “culto a la personalidad”: devoción a un jefe transformado en paradigma supremo, definitiva consecuencia de las ilusiones de una nación.
El culto a la personalidad pretende la más absurda simpleza: reducir la irreductible realidad humana a una voluntad individual que exige la ciega admiración y la ciega obediencia de todos. Nada más absurdamente reaccionario y antidemocrático, nada menos inteligente que esa respuesta a todas las necesidades sociales dibujada sobre una figura única ornada con colores de salvador supremo o comandante eterno o máximo y único líder por los siglos de los siglos…
La historia reciente nos hizo conocer dolorosamente a los hombres la presencia de ciertos rostros providenciales que, en su voluntad, convirtieron el destino de sus naciones –y aún del mundo- en terribles tragedias. Allí está la Alemania del nacionalsocialismo, la Unión Soviética de Stalin, la China de Mao, la Cuba de Castro, la Corea del Norte de toda una dinastía familiar.
El tiempo de las naciones está escrito en sus instituciones y leyes, en tradiciones acatadas; en la historia de todos los días entendida como continuidad de costumbres y significado de muchas rutinas colectivas. El itinerario de los pueblos debería apoyarse en una mayor fe en las instituciones públicas, una mayor confianza en la capacidad de los seres humanos para apoyar su propio crecimiento; y, desde luego, en definitivas apuestas por una educación que se proponga desarrollar un carácter ético en quienes aprenden.
La educación ética es el sustento esencial de todas las democracias. Sin ciudadanos educados en la convicción absoluta de la libertad, del diálogo necesario y de la tolerancia; muy familiarizados con la separación necesaria de los poderes públicos y la imprescindible alternabilidad de las opciones políticas, es imposible cualquier forma de convivencia realmente democrática.
Creer en una educación que nos lleve a fortalecer las instituciones será una manera de entender el sentido de la responsabilidad civil. Será creer en una historia conocida como la suma de numerosos capítulos y no la resta de casi todos los espacios y momentos. Será creer en el respeto a una tradición que señala la coexistencia de muchos dentro de un mismo espacio y a lo largo de las épocas. Y, desde luego, será apostar al más profundo de los rechazos a la voluntad absoluta de uno o de unos pocos guiando los destinos de todos.
Resulta absurdo que un sistema de gobierno que se dice democrático se proponga, por la fuerza de las armas o la perversión de la justicia, la aplastante imposición de alguna versión ideológica, el rechazo represivo a toda forma de disenso.
Frente a la ideología siempre insuficiente -como todas las herramientas del pensamiento que pretenden igualar las razones y reacciones humanas- se yergue el reconocimiento de la libertad individual como bien supremo y punto de partida de todo cuanto es legítimamente humano. Una educación que refuerce las conciencias democráticas y sepa dar forma a la enseñanza de una ética postuladora de ideales y valores necesarios y justos, será la mejor manera de luchar por una más humana convivencia y erigir una eficaz defensa contra toda forma de tiranía. 

viernes, 13 de mayo de 2016

LA VOZ DEL AMOR Y LA VOZ DEL ARTE...

La voz del amor y la voz del arte se parecen: las dos aluden a nuestro espíritu y las dos surgen de él.
La voz del amor y la voz del arte nos permiten, ambas, escuchar más lejos de cualquier ahora, de cualquier estrecho presente.

La voz del amor y la voz del arte aluden a esas respuestas que perseguimos, que precisamos. Acompañan revelaciones de días que fueron, son y serán certeza.

LUGARES VERDADEROS III

 En el camino no importa qué tan lejos lleguemos junto a nuestros sueños, ni qué tan ciertas hayan sido las verdades que nos asistieron; lo que realmente cuenta es este corpóreo ahora construido de acuerdo a compromisos ante los cuales no existe claudicación posible. Una de las principales máximas del camino supo muy bien definirla Federico Nietzsche: “lo que no te destruye te fortalece”. Si no somos destruidos, si logramos continuar nuestra marcha fortalecidos por la superación del error o la asimilación de la derrota, lograremos continuar afirmados por una experiencia traducida en aprendizaje.
Lo que no nos destruye nos fortalece: seguir adelante porque logramos no ser destruidos, y, precisamente por ello, somos ahora más fuertes, estamos mejor preparados para acompañar la fluidez del camino.
Si por impaciencia o torpeza, nos apartásemos de esa fluidez, nuevamente estaríamos a merced de rumbos debilitantes o desvanecedores
Construir y destruir: terrible carga del caminante torpe o demasiado seguro de sí mismo.
Afortunado el caminante que en su aventura reúne con éxito arrojo y lucidez.
Para el caminante solo es estímulo la aventura convertida en certeza y voluntad de tiempo y siempre hay sentido en las verdades incorporadas a la conciencia, en toda pregunta necesaria, en todo espacio conquistado al lado del propio nombre.
Para el caminante existe siempre riesgo en la pasiva aceptación de las fronteras y en la ausencia de memoria.
Otra frase de Nietzsche: “Perdónate a ti mismo” acaso resuma otra de las esenciales metas del camino: saber perdonar nuestros errores, desde luego sin olvidarlos. Y cito este extraordinario fragmento de Humano, demasiado humano, como una de las más exactas, más válidas y certeras expresiones de la sabiduría de todo caminante: “Deja que venga la edad; entonces verás cómo has escuchado la voz de la naturaleza, de esa naturaleza que rige el universo por el placer; la misma vida que termina en la vejez termina también en la sabiduría, goce constante del espíritu en esta dulce luz de sol; ambas cosas, la vejez y la sabiduría, llegan a ti por el mismo cauce; así lo quiere la naturaleza. Entonces, deja, sin indignarte que las brumas de la muerte se acerquen. Hacia la luz, tu último movimiento; un hurra de conocimiento, tu último grito.
Un caminante será siempre lo opuesto a un transeúnte. El caminante debe saber vivir su aventura como ruta hacia un destino, otorgando un sentido a su tiempo, un significado a cada uno de sus itinerarios. El transeúnte, por el contrario, es un dilapidador de tiempo; algo que entraña el terrible riesgo de sumar desplazamientos que son solo afán de lejanía, desordenada suma de eventos y pasos y actos. Se trata de ser caminantes y nunca transeúntes; de convertirnos en caminantes que avanzan de acuerdo a sus propios aprendizajes y experiencias; de volvernos conquistadores de rutas hacia un destino propio, de abrir puertas a conclusiones predecibles; y de jamás terminar convertidos en transeúntes: seres errantes y solitarios, desorientados sumadores de estériles desplazamientos en medio de eso dos espacios de la desolación como son el laberinto y la intemperie.
Si intemperie implica la refutación a cualquier noción de centro, el opuesto absoluto a la imagen de camino es el laberinto.
La intemperie desvanece referencias y límites. En ella habitan la inseguridad, la falta de firmeza y el sinsentido. La intemperie se dibuja no solo en infinitos y desconcertantes territorios, sino también sobre mucho rostro desconocido, acontecimientos indescifrables, la reincidencia en el error y la desmemoria…
Parecido a la intemperie, el laberinto es trayectoria sin aprendizaje ni memoria. Sugiere la insignificancia de los propósitos y las visiones, la imposibilidad de cualquier aprendizaje, el irreal avance acompañando pasos inútilmente repetidos.
Laberinto e intemperie: alusiones a tiempos informes, confusos, amenazadores; versiones contrarias a cualquier noción afirmativa de lo espacial; absolutas contradicciones a cualquier noción de diseños en el camino, trazos de un tiempo sin sentido ni designio.
Paisajes creados por nosotros mismos: asideros que nos orientan hacia determinados horizontes o referencias, secuelas de nuestra manera de entender la realidad y sus opciones; moradas desde las cuales tamizar un afuera siempre impredecible; mediaciones entre el absoluto exterior y nuestra conciencia. Paisajes nuestros: diseño parcial, imaginarios que llevamos a cuestas; de algún modo, dibujos portátiles que acompañan nuestra curiosidad imposible de detener, y que nos obliga a mirar hacia delante, siempre hacia delante.
Anécdotas, circunstancias, aprendizajes, ilusiones, convicciones, revelaciones, sospechas … Todo contribuye a la creación de nuestros paisajes. Sin ellos, sería imposible el camino; en todo caso, un camino convertido en genuina construcción de tiempos y espacios nuestros.
A veces cambiantes, a veces firmes, definitivamente firmes, nuestros paisajes tienen todo que ver con nuestra manera de creer en las cosas y de valorarlas; en suma: con nuestra propia libertad. Es ella quien nos permite construirlos a partir de nuestro tiempo individual pero, también, en la proximidad a ese tiempo colectivo del cual formamos parte.

Secuelas de vivencias y convicciones, nuestros paisajes nos comprometen y aluden. Forman parte de esas verdades que fuimos haciendo nuestras y a cuyo lado permanecemos, en ocasiones, a todo lo largo de nuestra vida.

LUGARES VERDADEROS II

Alguna vez se refirió Nietzsche a ese sitio personal e íntimo que vamos construyendo a lo largo de nuestra vida y termina por convertirse en mezcla de morada y de prisión; espacio desde el cual, íntimamente definimos el universo que somos o creemos ser. Juan Ramón Jiménez, por su parte, también se refiere a ese lugar donde: “todo se ve a la luz de dentro, todo es dentro.”
Nuestro adentro: sitio donde nos reconocemos en ese tiempo nuestro hecho de recuerdos y aprendizajes. Frente a la exterioridad infinita se yergue el lugar donde nuestra conciencia se encierra. Toda la compleja y contradictoria realidad que somos habita allí. Allí reside, también, nuestra memoria y nuestra ansia de porvenir; la esperanza de que la realidad de la cual no podemos escapar no nos defraude; el deseo de que nuestra condición de caminantes nos sostenga hasta un destino final.
Desde nuestro centro, siempre dentro de él, vamos construyendo nuestro otro espacio primordial: el camino. En éste, todo habla de voluntad, metas y propósitos. En el cumplimiento de ciertos designios y en cada una de nuestras horas, aún las más oscuras, vamos forjando nuestro rostro caminante; viendo transformarse verdades y perspectivas, ilusiones y certezas… Más firmes nuestras certezas, más firme también nuestro camino. Más cercanos a nuestros pasos, más seguros de ellos, más certeros también los sitios construidos y más luminoso el recuerdo del tiempo vivido.
El camino está hecho de saber y de ignorancia; de allí su impredecibilidad, o, lo que es lo mismo: su signo de interminable aprendizaje. En el camino somos eternos aprendices. Y nos acercamos a cada logro y a cada uno de nuestros fracasos apoyándonos en el reconocimiento tanto de nuestra fortaleza como de nuestra vulnerabilidad; algo que debería tener como consecuencia una humana sabiduría sustentada en la humildad y la precaución, en límites donde colocarnos siempre en íntimo acuerdo con nosotros mismos.
En el camino es muy fácil perder el rumbo o ver detenida cualquier forma de fluidez. En todo caso, es imposible o insostenible el sopor dentro del camino. También es inútil pretender borrar recuerdos en él. Solo cabe esperar que el tiempo los extinga; pero el tiempo, caprichoso, rara vez complace nuestros deseos. Permanecemos, pues, a merced de ciertas imágenes empeñadas en no ignorarnos. El muy racional propósito de ser nosotros quien las ignoremos es imposible de cumplir; y, enquistadas en el día a día, ciertas visiones terminan por contaminar ilusiones, esfuerzos, proyectos…
Sentido de un camino que es itinerario de definidos derroteros (el camino siempre ha de ser definido. No existe tal cosa como un camino indefinido. La vaguedad en el camino solo puede ser tránsito; nunca camino).
Frente a la imposible repetición real dentro de nuestro camino recorrido, pareciera, sin embargo, existir cierta circularidad posible en su interior. Algo que recuerda al ouroboros, esa serpiente que se muerde la cola; interminable reencuentro del ayer con el hoy, del antes y el después. Reencuentro que pudiera significar el aprendizaje a partir de nuestros errores.
Acaso una de las grandes ilusiones de todo caminante: acceder a esa tan anhelada segunda oportunidad; lograr avanzar en escenarios donde sea posible corregir viejas equivocaciones. En suma: revivir el tiempo: deseo traducido como una necesidad por acogernos al saber de nuestra propia experiencia. Reiteración expresada como un mayor conocimiento de nosotros mismos y una madura cercanía a sentimientos que aceptamos y no nos avergüenza mostrar. Aliciente, también, de uno de los sentidos del camino: conquistar lo anteriormente inconquistable, esperanza en nuevos desenlaces que logren rescatarnos de viejos momentos fallidos.

El tiempo, constructor de espacios, posee muchas formas; en ocasiones, es profundamente contradictorio; otras, resulta incomprensiblemente reiterativo. A veces, la absurda paradoja se impone y en nuestros recorridos pareciéramos muchas veces oponernos a nosotros mismos, vulnerarnos por desaciertos que hubiésemos podido evitar. Uno de los signos más grotescamente absurdos de la condición humana: caer por la propia mano, debilitarse conscientemente. La única respuesta posible es la reinvención, visión de un posible renacimiento a partir de esa experiencia traumática que nos ha confrontado con nosotros mismos. El arrepentimiento, la desolación no podría sino acercarnos a nuestros espacios construidos. Acogernos a la esperanza de que las cosas pueden cambiar porque el tiempo dentro del camino suele construirse en etapas sucesivas. Aceptar nuestras heridas reconociendo fracasos y errores; aceptar nuestra propia vulnerabilidad, y proponernos recomenzar apoyados en una voluntad de renacer al lado de la ilusión por alcanzar un final que no contradiga nuestros espejismos.