miércoles, 28 de agosto de 2013

DISTINGO TRANSPARENCIA...

Distingo transparencia en algunas revelaciones, algo que me libera del agobio de márgenes excesivamente estrechos.
Cadenas grotescas me sujetan a espacios donde no quiero estar. Me propongo romperlas con mis imágenes conquistadas.
Escruto en rostros con los que deberé dialogar, aunque crece sin cesar mi desconfianza hacia ellos.
      Me resulta fácil apostar al triunfo en la soledad de mi rincón. Riesgo de equivocarme sobre el afuera; ver desvanecerse mis espejismos en medio de una realidad que termina por imponerse.

lunes, 26 de agosto de 2013

SERES DE PALABRAS, HISTORIA Y MEMORIA

¿Cuál es el papel de un intelectual? ¿Cuál el sentido de su esfuerzo? Me he hecho esta pregunta muchas veces, y la única respuesta con la que atino a dar es ésta: el diálogo.  Se tratará para él de dialogar consigo mismo y con su entorno; de esforzarse por entender, por descifrar, por hallar respuestas que sean asideros que lo orienten. Su curiosidad será el punto de partida; esencial hito primero de sus pesquisas, hallazgos y verdades. Su curiosidad lo alienta y alimenta. Y siente que debe compartirla. Por eso escribe sus voces. Éstas pueden disentir de las palabras que pronuncia su época o coincidir con ellas. También las curiosidades de su tiempo suelen ser las suyas, aunque es frecuente que difieran sus propias perspectivas de algunos prejuicios que lo rodean.
 “Hay que escuchar a los poetas” dijo alguna vez el pensador francés Gastón Bachelard. Una frase que frecuentemente hago mía. Poetas; en general seres de palabras: creadores artífices de sus voces; a veces fabuladores, a veces pensadores, siempre hacedores de universos verbales donde sus lectores llegamos a entender y, también, a entendernos; a reconocer y a reconocernos. 
Las voces de los seres de palabras dicen eso que los hombres hemos precisado escuchar desde siempre; verdades que nos permitan entender más profunda y humanamente, entonaciones que enuncian y describen saberes intuidos desde el comienzo de los tiempos.
Escuchar a los seres de palabras; en sus voces distinguir, por ejemplo, como se rompe el silencio de los olvidos y las indiferencias; o el estruendo de los conflictos, la intolerancia y los fanatismos. Muy frecuentemente colocados entre los silencios de la incomprensión y el ruido de las obsesiones, nos resulta muy difícil a los seres humanos poder tocar comprensión alguna. Sin comprensión no hay entendimiento y sin éste no existe coexistencia posible. Solo nos resulta posible convivir en medio de un diálogo donde todos seamos interlocutores.
Hoy por hoy, los venezolanos nos hallamos envueltos en una de las más graves crisis de nuestra historia reciente. Se perciben, perturbadoras, contradicciones tensadas hasta los más furiosos extremos. Se exacerban diferencias hasta convertirse éstas en intolerante negación de toda forma de otredad. El desacuerdo se vuelve virulenta condena de quien no sea como yo o no piense como yo. Y el país se divide y se enfrenta; acaso como una lamentable consecuencia de haber sido los venezolanos demasiadas veces víctimas de nuestras improvisaciones y de haber sumado demasiados desaciertos a lo largo de nuestra historia.
En mi libro Caín y el laberinto[1] aludí al imaginario de lo laberíntico como un símbolo en el que veía encarnar cierto rasgo cultural venezolano. El laberinto es, por sobre cualquier otra cosa, emblema de lo confuso; lugar donde es muy difícil escapar a las repeticiones y las paradojas. En él domina el azar, el albur de itinerarios donde una y otra vez regresamos sobre los mismos pasos. El laberinto es el lugar sin salida que expresa siempre hostilidad. Victimiza a quienes permanecen en él. Nunca somos habitantes dentro del laberinto: solo desvanecidos transeúntes incapaces de construir sentimiento alguno de pertenencia.
Y dentro de ese laberinto en que me representaba a Venezuela, distinguía, como un atolondrado transeúnte, el rostro de Caín. Una evocación que no me pertenecía: la tomaba prestada de Mariano Picón Salas, quien en su libro Regreso de tres mundos, propone a los lectores la imagen de Caín como un desmemoriado aventurero condenado interminablemente a repetir pasos y actos.
Así pues, veo a Venezuela y a la memoria histórica nacional como un colosal laberinto y a los venezolanos como un colectivo Caín reiterador de desconciertos y fracasos. Si existe una manera de conjurar a ambos acaso sea enfrentándolos a través de la lucidez, la memoria y la imaginación. En su libro La institución imaginaria de la sociedad[2] Cornelius Castoriadis dice que “la historia es imposible e inconcebible fuera de la imaginación...” O lo que es lo mismo: la historia de una nación está muy relacionada con las imágenes que ella proyecta de sí misma, con la forma como recuerda y se reconoce. Visiones esenciales de cualquier sociedad democrática nunca parecieron haber arraigado en Venezuela. La tradicional debilidad de nuestras principales instituciones, unida a la desconfianza generalizada de los venezolanos hacia ellas, terminó por significar una irrevocable desconfianza hacia leyes y tradiciones, así como reiteradas apuestas a soluciones mesiánicas. Un imaginario que mucho tiene que ver con cierta absurda propensión muy venezolana a creer que el tiempo histórico pueda ser reiniciado interminablemente.
Reiniciar el tiempo: extraña creencia de que un solo individuo, voluntarioso o inspirado idealista, si realmente se lo propone, podrá rehacer la historia a su antojo. Es una fantasía que pareciera habernos acompañado por siempre, desde los lejanos días de la Conquista en los que un puñado de expedicionarios, aventureros fundadores de ciudades e iniciadores de linajes, asumieron que era posible construir un mundo a su medida.
Pero no: no es posible reiniciar el tiempo; ni podemos, tampoco, transformar incesantemente nuestras memorias ni manipular devociones y condenas. Acaso hoy más que nunca los venezolanos necesitemos reconstruir nuestra relación con el pasado, acercarlo a nuestra realidad presente. Es absurdo diseñar sobre una única mitología patriótica la pedagogía nacional. Con Bolívar y con la Independencia se inicia lo que pareciera ser una obsesiva convicción venezolana: que para iniciar algo es preciso destruir lo que existía antes. Se trata, grotescamente, de destruir para construir y de olvidar para poder recomenzar.



[1] Caracas, editorial Comala, 2003
[2] Madrid, Tusquets editores, 1983

martes, 20 de agosto de 2013

ME APOYO, A VECES...


Me apoyo, a veces, en la firmeza de algunas convicciones y me justifico en vagos sentimientos de triunfo. Otras, me desvanezco en el desamparo. Es difícil hallar un punto medio. Absurdamente rodeado de imágenes oscuras o absurdamente crecido por entre la grandilocuencia, habito entre la debilitadora duda y la satisfacción de la certeza.

jueves, 15 de agosto de 2013

ESE SITIO...

Ese sitio donde toman forma las revelaciones, lugar en inacabable construcción de significados y sinsentidos, vorágine de circunstancias a las que trato de oponer mi lucidez.
Sentimientos me recubren; estableciendo jerarquías e imponiéndose a todo. Algunas devociones van alimentando mi necesidad de armonía, y así me esfuerzo por sustraerme a visiones de derrota o fracaso. En el ritmo de mi pequeña historia me propongo conjurar temores que pudieran sepultarme en mí.