domingo, 27 de abril de 2014

EL SENTIDO DE UN FINAL

La manera como distinguimos el sentido de una vida cuando ésta ya llega a su final; las razones que un anciano se empeña en hacer suyas: incomprensibles o absurdas para los demás, y, sin embargo, justas o necesarias para él; el pasado de un hombre viejo, desconocido para quienes lo rodean, y profundamente contradictorio con lo que sus seres más allegados creen saber de él… Ideas, imágenes traídas hasta el espectador por el filme Nebraska; muy poco favorecido por los premios de la Academia de este año, pero, sin lugar a dudas, una extraordinaria obra maestra.
Dos cosas me llamaron la atención en él. La primera: la visión del protagonista, un viejo que se aferra a una ilusión: un premio, una tramposa oferta como tantas otras que sacan provecho de la ingenuidad de los consumidores. Esa obsesión del anciano constituye la veta central del filme. De ella van surgiendo, como ramificaciones, las diversas anécdotas de la película; casi todas relacionadas con el malentendido de un anciano que se piensa millonario y todos aquellos quienes –parientes, amigos, vecinos- se proponen sacar provecho de ello.
El otro aspecto de la trama tiene que ver con algo más bien colectivo e histórico: la sociedad norteamericana, rica, poderosa, permanentemente protagonista y referencial dentro de un mundo moldeado a su imagen y semejanza; y, sin embargo, fría e inhumana, plagada de soledad e incomunicación, grisura y desafecto.
El proceso de un anciano alcohólico que por muchos años fue distanciándose de sus seres más cercanos: esposa, hijos, hermanos, es algo que la película presenta como ineludible; expresándonos que el tiempo de la convivencia y la natural evolución de los días de un ser humano dentro de una sociedad deshumanizada y egoísta, forzosamente termina por conducir al desmoronamiento de afectos, relaciones y compromisos. La película enfatiza que lo que alguna vez pudo ser prometedor estaría frecuentemente destinado a corromperse, desvanecerse… El hijo del protagonista descubre, así, asombrado, que su padre fue alguna vez una heroica víctima de la guerra de Corea. Descubre, también, que la actual directora del único periódico de un pequeño pueblo del estado de Nebraska donde el anciano había nacido, lo amó y pudo considerarlo un buen partido.
Es un tema que la vida y el arte suelen repetir: el contraste entre la manera como vemos a nuestros padres y la mirada que otros arrojan sobre ellos. La cercanía entre los seres humanos y las cosas no necesariamente es ilustrativa; por el contrario: puede ser desfiguradora; y la mirada de un desconocido hacernos descubrir versiones muy diferentes, más exactas y desprejuiciadas, a las que nos acompañaron por mucho tiempo.

Pero creo que el gran significado de la película, el más significativamente humano de ella es la reconciliación final entre padre e hijo: encuentro de dos seres distanciados por muchos años de acumulados desafectos. Versión que encarna en el largo momento final, descrito en la lenta escena del padre manejando la camioneta que el hijo le ha regalado frente a los ojos asombrados de algunos de los habitantes del pueblo natal del anciano; una última oportunidad que éste merece y que el hijo le ofrece por medio de esa comunicación afectiva asentada en la restablecida dignidad del anciano, ya -según permite adivinar la película- en el umbral de la muerte de éste.

martes, 22 de abril de 2014

PRISMA: PUNTO DE VISTA, PERSPECTIVA...

Prisma: punto de vista, perspectiva desde la cual miro dentro o fuera de mí; una forma de ver y, sobre todo, de escoger ver, de entender y de tratar de entender eso que contemplo. En mi perspectiva me apoyo para distinguir y, sobre todo, para afirmarme frente a esas formas que posee la realidad; y escribo para decir mi perspectiva de la realidad. Concibo la escritura como testimonio. Soy testigo de eso que me resulta importante, de lo que me ayuda a vivir y a entender la vida. Escribo, también claro, para decir mi verdad, para expresar mis miradas apoyadas en algunas verdades.

En la opción de ser un testigo de mí mismo, busco, con mis palabras, reforzar respuestas, comprensiones, convicciones, certezas alcanzadas y conquistadas...

jueves, 3 de abril de 2014

UN RETO A VENCER...

La educación es el sustento esencial de todas las democracias. Sin ciudadanos educados en la convicción del diálogo y la tolerancia, familiarizados con la separación necesaria de los poderes públicos y en la aceptable alternabilidad de las opciones es imposible que exista cualquier forma de convivencia democrática. Se trata de acostumbrar a los ciudadanos a la idea de la posibilidad de la derrota; e, igualmente, aceptar que los otros, los adversarios, son interlocutores con pleno derecho a existir; que la derrota del otro no implica su aniquilación y que capitulaciones y victorias son siempre resultados posibles. El diálogo democrático precisa de la eventual oposición de pareceres, creencias, convicciones. Es absurdo que un sistema de gobierno se diga democrático mientras se apoya en la aplastante imposición de ciertas visiones sobre las visiones de todos los otros. Perversión de mayorías eventualmente precarias o muy precarias proponiéndose aplastar cualquier forma de disenso.
“La historia enseña que hay que apostar por lo improbable”, dijo alguna vez Edgar Morin. Tras cuarenta años de democracia, Chávez encarnó la imagen misma de lo improbable; lo inverosímil hecho realidad. ¿Qué lo hizo posible? No se puede responder esta pregunta sin hacer un poco de memoria. Los cuarenta años de democracia anteriores a él no nos habían preparado a muchos venezolanos para entenderlo. Y, sin embargo, es claro que esos mismos años, y muy especialmente la década anterior a la elección que le dio por primera vez el triunfo en las urnas, lo predecían.
Un país de muy abundantes recursos petroleros pero con una riqueza muy mal distribuida, una dirigencia política percibida como corrupta o ineficaz, unos tradicionales partidos políticos cada vez más alejados de ese pueblo al que se debían y decían defender… Ésa fue la realidad en la que surgió el chavismo: respuesta colectiva a la exclusión, a la indiferencia, a la marginalidad en medio de la abundancia.
La respuesta a mucho descontento se reveló crudamente los días 27 y 28 de febrero del año 1989, poco después del triunfo electoral de Carlos Andrés Pérez para un segundo mandato. Entonces, miles de venezolanos se lanzaron a las calles en una acción de protesta. Fue el primer campanazo: el tejido social venezolano era mucho más frágil de lo que se suponía. Y una de las secuelas de esa fragilidad fue la fracasada intentona golpista del entonces teniente coronel Hugo Chávez Frías en febrero de 1992.
La desconfianza de Venezuela hacia leyes e instituciones fundamentales se remonta a los orígenes de nuestra historia y ha significado el protagonismo e idealización hasta extremos del todo irracionales de individualidades a las que todo se apuesta, y a la fe ciega en las promesas que esas figuras pudiesen ofrecer… Los venezolanos hemos conocido muy bien la respuesta del hombre providencial empeñado en rehacer el tiempo histórico. Un fenómeno que alcanzaría, con Chávez, niveles que rozaban lo delirante. Su manipulación más exitosa fue haber acercado el emblemático rostro del siempre postergado Juan Bimba a la potestad de las banderas, himnos y armas de un ejército convertido en redentor de todos los Juan Bimbas del país. El ejército se convertía en el garante de la justicia social; más aún: en el gestor de un nuevo orden donde las barreras de clase, según se anunciaba, terminarían por desvanecerse.
Otra exitosa manipulación del chavismo fue extremar el viejo culto a Bolívar adornado ahora con nuevos aditamentos; por ejemplo, insistir constantemente -sin que ello significase menoscabar la memoria del Libertador- que Bolívar había dejado inconclusa su obra; y que si bien era cierto que había liberado medio continente, también lo era que eso no había significado ni la unión de las naciones que componían la antigua América Española, ni la estabilidad política, económica o social en ninguna de ellas. La versión del chavismo fue mostrarse como continuador de la obra de Bolívar: lo que éste había dejado inconcluso lo terminaría Chávez con su revolución.
El tradicional discurso que enaltecía lo militar como natural depositario de las glorias de la Emancipación, generalmente asociado a una ortodoxia derechista, se vinculaba, en la verborrea chavista, a expresiones de muy ambiguas resonancias marxistas, siempre acompañadas por el empeño de Chávez en sustentarse sobre una plataforma ideológica que jamás fue muy clara. Definitivamente los venezolanos nunca entendimos muy bien el llamado “socialismo del siglo XXI”. Entendimos, eso sí, la interminable presencia del rostro de Chávez: de su voz, de sus gestos, de sus ademanes y rictus constantemente presentes en todos y cada uno de los instantes de la vida nacional.
Nunca, a todo de lo largo de nuestro siglo XX, los protagonistas de la modernidad política venezolana, con Rómulo Betancourt a la cabeza, lograron que lo ideológico impregnase genuinamente creencias, ofertas y convicciones. Desde siempre el pueblo se acostumbró a seguir líderes que, mucho más que representantes de una determinada ideología política, eran caudillos personalistas apoyados en la eficacia de estructuras partidistas. En lo que sí había coincidido la dirigencia política venezolana a todo lo largo de la historia nacional, fue en su propósito por acercarse a la figura de Simón Bolívar. Esfuerzo que en el caso de Chávez llegó a espectáculos como el del gabinete ministerial en pleno tocando, en macabro ritual de extraña devoción, los huesos de Bolívar exhumados de su tumba del panteón nacional, mientras las cámaras de televisión transmitían ese acto por cadena nacional. Como colofón final del proceso, se procedió a recomponer, según el diseño de una computadora, lo que supuestamente debía haber sido el genuino rostro del padre de la patria. Surgió, entonces, un nuevo rostro del héroe, parecido al que todos los venezolanos conocíamos de acuerdo a muchísimos retratos de su época, pero ahora con algunas llamativas diferencias.
Chávez supo manejar en su beneficio todo el poder de los medios comunicacionales. La televisión fue su gran aliada, y eso logró convertirlo en ícono para grupos humanos que distinguieron en él un mesías encargado de redimir a los tradicionalmente desposeídos. Junto al extraordinario poder de la televisión fue también el muy abundante dinero petrolero que le permitió llevar a cabo una serie de proyectos sociales. Sobre la vieja fisonomía del caudillo hacedor de promesas, se añadieron en Chávez todos los signos de una figura religiosa a la cual se pedían favores y de la cual se esperaban milagros. Era el sueño de las oportunidades posibles  enfrentándose a la realidad de las oportunidades desperdiciadas. Un sueño, sin duda, pero un sueño que ningún futuro gobierno podrá ya olvidar. El interlocutor de todo gobierno es su pueblo. Y ese pueblo merece ser escuchado. No existe otra razón para el ejercicio del poder que el de la comunicación entre gobernantes y gobernados.
No hay comunicación en el ruido ni existe acuerdo posible en medio de las vociferaciones y las amenazas. Sólo hay diálogo en el recurso de la palabra genuinamente expresiva y conciliadora. Recuerdo la idea de Carlos Fuentes sobre el silencio o mutus que termina por originar la voz humana convertida en mito. Del silencio de la incomprensión y los enfrentamientos a la locuacidad del mito constructor, entre el silencio de la negación de la otredad a la voz del acuerdo y la concordia… Por quince años no ha sido posible entre los venezolanos el diálogo, por tres lustros Venezuela se ha ido haciendo y deshaciendo en medio de la confrontación y el odio, la separación y la ruptura.
Una cosa no entendimos los venezolanos que considerábamos “improbable” un fenómeno como el de Chávez: la fuerza de la esperanza de los que nada tienen, su imperiosa necesidad de creer, su urgencia de ser tomados en cuenta. Es muy difícil escapar del estruendo de las quimeras. Al ruido de la devoción es casi imposible oponer el silencio de la crítica o el lúcido escepticismo. Suele vencer el ruido. En mi libro El silencio, el ruido, la memoria me referí al “ruidoso presente venezolano” haciendo alusión a la abundancia petrolera y la manera como ella fue manejada hasta el llamado “Viernes Negro” del mes de febrero del año 1983. Desde la década de los cuarenta y hasta ese año, el ruido petrolero financió y acompañó una realidad nacional en muchos sentidos absurda. Ese bullicio terminó hace treinta años. Diez años después ha sido el ruido de una ensordecedora violencia de la que no es posible escapar a causa de torpezas de las que todos fuimos culpables.
Culpable fue siempre la falta de sensibilidad social, la injusticia, la exclusión. Culpable es, hoy, una retórica de violencia que demasiados comparten. De la crisis en la que actualmente nos vemos envueltos los venezolanos no podremos salir sino por medio de acercamiento al otro: aceptarlo, entenderlo, escucharlo… No hay coexistencia posible sino en medio de un diálogo en el que todos seamos interlocutores. Es ésa la única posibilidad de construir un país más habitable, más justo y conciliador, más humano.
Creo que si hay un signo que merezca rescatarse de la historia venezolana reciente es nuestra condición de país de encuentro; territorio receptor de gentes que llegaron hasta él provenientes de todas partes del mundo; receptor de sus sueños, de sus esperanzas, de su propósito de dejar atrás el pasado, de su necesidad de creer en un porvenir más amable… Es uno de los rasgos de nuestra historia que la vida política presente ha ignorado. Es un rostro de Venezuela que es necesario evocar: país de acogida dispuesto a aceptar a los otros, faz de una geografía humana en la que todos cabemos y donde todos somos necesarios.
Sobre la reunión de una imagen que signifique mejor educación democrática, mayor respeto a nuestras instituciones, la recuperación de ciertos signos históricos y la inclusión de grupos tradicionalmente desoídos debería plantearse nuestro mayor reto nacional: construir un proyecto de convivencia que nos represente y nos acerque.
Finalizaré repitiendo lo que escribí en las páginas finales de mi libro Caín y el laberinto:  “La sociedad civil, ésa que existe desde siglos atrás, ésa que pareció importar muy poco para las memorias oficiales, ésa que se forjó a la sombra del tiempo colonial y protagonizó y padeció la sangrienta violencia de la Independencia, ésa que vivió bajo un siglo XIX plagado de caudillos y guerras y más caudillos y más guerras, ésa que llega al siglo XX y vive los cambios del país petrolero, ésa que junto a los nuevos partidos políticos creyó en ideales de democracia, ésa que se fue apartando de esos partidos cuando comenzaron a fallarle, ésa que se encuentra ahora confusa y dividida en medio de la confusión y la división nacional... En ella encarna cierta esencial continuidad de las cosas en Venezuela, en el tiempo venezolano. Encarna una tradición que sería el contrapeso imprescindible y necesario para la trasnochada imagen del individualismo mesiánico como el único posible hacedor de la historia nacional.”