viernes, 27 de noviembre de 2020

INOLVIDABLE ENTONACIÓN DE UNA VOZ

 

    Los tiempos imponen formas artísticas; apoyan la popularidad o desuso de, por ejemplo, determinados géneros literarios. El tiempo antiguo hizo de la épica, del largo verso anónimo y colectivo, su más exacta expresión. El tiempo moderno se relacionó, sobre todo, con la novela y el ensayo. Ambos cristalizaron en dos libros inmortales: los Ensayos de Montaigne y Don Quijote de la Mancha de Cervantes. De ellos se ha dicho que son la respuesta de dos privilegiadas individualidades ante un conflicto de épocas: una, la de la España que contempla su grandeza, sin dejar de presentir su decadencia; la otra, la de la Francia de la monarquía absoluta, donde una vieja aristocracia se percibe cada vez más como bufonesca y desprotegida clase ante el creciente poder real.

    En Don Quijote, un disminuido héroe trata de sobrevivir refugiándose en la idealización de tiempos desvanecidos. En los Ensayos, Miguel de Montaigne, señor de Yquem, se convierte en testigo de todos los temas, siempre al margen de un detestado bullicio cortesano. En ambos casos, el mundo que rodea a los autores es un cambiante y confuso horizonte donde viejas tradiciones se quiebran y antiguas formas de vida desaparecen para siempre. Y frente a eso, los autores escriben, quizá, para afirmarse en medio de lo inaceptable o lo incomprensible.

    Un género literario, a mitad de camino entre el ensayo y la novela, es la palabra volcada en memorias, autobiografías y diarios. Escritura donde la voz de un yo, de manera abierta y directa, se expresa sin disimulo o subterfugio alguno. Lo que describe esa voz puede ser cierto o falso, exagerado o exacto; puede ocultar muchas cosas o distorsionar otras. No importa: lo significativo es su evocación de experiencias personales convertidas en principio y fin del tejido textual.

    La escritura autobiográfica ha terminado por convertirse en uno de los géneros literarios más significativos de un tiempo como el nuestro, donde los seres humanos nos esforzamos cada vez más por entendernos y entender; y, acaso, por resistir o, simplemente, sobrevivir. Recién escribo esto y viene a mi memoria el que tal vez sea el más famoso y trágico ejemplo de entre todos los ejemplos famosos de una voz autobiográfica en el siglo XX: El diario de Ana Frank.

    Desgarrador testimonio de una jovencita que en medio del horror de la guerra se propuso escribir su trágica cotidianidad, encerrada en una buhardilla, atestada de seres que, junto a ella, compartían su doloroso esfuerzo de supervivencia, El diario… fijó un rostro humano ante una posterioridad que no habría de olvidarlo. Ana Frank enfrentó su destino con su voz; y, a fin de cuentas, ésta la rescató, a ella y a millones de seres como ella. La voz de Ana Frank, hecha escritura, permanece y permanecerá como identificación del rostro y el destino de muchas, de demasiadas, de todas las víctimas de la irracionalidad humana.

viernes, 20 de noviembre de 2020

JUEGO DE PALABRAS

 

¿Qué es el juego? ¿Cómo definir esa pulsión que lleva a alguien a entregarse a una acción que sólo a él complace, y cuya utilidad suele resultar, vista de lejos, muy poco clara? ¿Acaso muchas de las acciones de nuestra vida, incluso algunas de las que suelen considerarse como más trascendentes, no están relacionadas con la necesidad y la voluntad de jugar?

Jugar nos ayuda a inventarnos un mundo al margen del mundo, un espacio donde somos protagonistas y en el que no cuentan las leyes del afuera. Las normas del juego son creadas por cada jugador y sólo a él atañen. Eso sí, está absolutamente obligado a obedecerlas. Todo juego  dependerá siempre de muy delicados equilibrios entre lo reglamentado y lo arbitrario, entre la urgencia de una meta y la inmensa variedad de posibilidades que conduzcan hacia ella. La lógica del juego es la razón de lo sorpresivo en medio de lo previsible, la de lo azariento por entre lo descifrable. El juego es disfrutable en la medida en que quien lo juega sepa aprovecharlo a plenitud: extrayendo de él sus posibles opciones y aprendiendo de las peripecias vividas.

El final del juego llegará cuando el jugador así lo decida, y solo entonces. En el juego se puede ganar y, desde luego, se puede perder. Gana quien se entrega a él enriqueciéndose con la duración de ese tiempo en el cual invirtió fe y entusiasmo. Pierde quien no obedece las reglas que él mismo se impuso.

Si se juega a conciencia, el juego puede llegar a convertirse en algo sagrado; y el jugador llegar a dedicar su vida toda a esa pasión que lo nutre y rescata. Hay una cercanía natural entre el juego y la creación artística. En ambos están presentes la experimentación y la búsqueda, la apasionada entrega y las particulares normas, los itinerarios imprevistos y las aleatorias duraciones, las metas tortuosas y las conclusiones inesperadas. El tiempo del juego y el tiempo del arte parecieran, además, bastarse a sí mismos. Son autosuficientes, gobernados los dos por la voluntad de un jugador-artista enfrentado a sus revelaciones y a sus fantasías, a sus recuerdos y a sus ilusiones, a sus ambiciones y a sus aceptadas limitaciones.

      Decidir escribir, hacer literatura -un juego, claro está: el juego de las palabras- es un interminable rompecabezas que exige la acertada reunión de saberes, memorias, argumentos, ilusiones, temores, espejismos... Cada jugador decidirá su manera de jugarlo: en placidez o apremio, en sosiego o angustia; decidirá, también, su forma de entenderlo: como refugio o reto, como asidero o delirante aventura, como concordia o refutación frente a casi todo, como reconciliador hallazgo o búsqueda atormentada… Cualquier opción del juego es válida si el jugador descubre en él la exacta tonalidad de su voz.

      Al igual que el juego de la vida, el de la literatura está hecho de opciones, de propósitos, de esfuerzos, de ilusiones, de conclusiones, de reinicios... Todo convertido en itinerario, en construcción, en estilo; en suma: plasticidad de las voces de un ser humano que, junto a ellas, vive, se expresa… Y juega. 

viernes, 13 de noviembre de 2020

LA REITERACIÓN DE LAS RUPTURAS

 

La historia de una nación, sus itinerarios construidos a lo largo del tiempo, están muy relacionados con ciertas instituciones-símbolos en las que   encarnan su organización y legalidad social. Un país que no cree en sus instituciones fundamentales, que desconfía de ellas o las contempla con permanente indiferencia o burlesco escepticismo, es un país desorientado, confundido frente a su pasado y su presente, receloso de sus huellas dentro del tiempo. Venezuela pareciera ser una nación de centros desdibujados y asideros ausentes. Como nación, pareciera haberse movido al margen de las referencias, lejos de las consolidaciones, fuera de construcciones legítimamente talladas por una tradición.

Durante los tres siglos del tiempo colonial, Venezuela fue una remota provincia al interior de la inmensa vastedad del imperio español. Su marginalidad territorial y administrativa pareció favorecer muy tempranos sentimientos de independencia frente a los controles impuestos por la lejana administración central. Una cosa era lo que decían las disposiciones que llegaban desde Madrid, y otra, muy diferente, lo que imponía, aquí, nuestra realidad. Los edictos reales solían desobedecerse a través de un curioso ritual: el funcionario local colocaba sobre su cabeza el pergamino donde estaba escrita la orden real y proclamaba públicamente: “Prometo obedecer, pero no puedo cumplir”. Se acataban las formas y se ignoraban las instrucciones. Una visión comenzó a extenderse desde entonces entre los venezolanos: la ley casi nunca existe para ser cumplida.

      También resultó muy irregular nuestra memoria. Los recuerdos aparecían y desaparecían en medio de incesantes olvidos. Construcciones y memorias fueron siempre muy endebles; muy frágiles las creaciones, muy poco perdurables los recuerdos. “Nadie recuerda”. O “todo estaba como hace cuatrocientos años”, escribe Enrique Bernardo Núñez en su novela Cubagua. Algo semejante había dicho Oviedo y Baños doscientos años atrás: su propósito al escribir la Historia de la conquista y población de la provincia de Venezuela, había sido “sacar de las cenizas del olvido” la memoria de los principales fundadores de la región.

      Cierto imaginario de fugacidad e inconclusión pareció adherirse a los primeros tiempos de la vida venezolana. La Nueva Cádiz, la primera ciudad del país, desapareció rápidamente cuando las perlas comenzaron a escasear. Adriano González León utiliza como epígrafe de País portátil la referencia que hace José de Oviedo y Baños a las numerosas vicisitudes de la fundación de la ciudad de Trujillo: “fue tan desgraciada esta ciudad en sus principios, que sin hallar sus pobladores lugar que les agradase para su existencia, anduvo muchos años, como ciudad portátil, experimentando mil mudanzas...” La ciudad de Carora, fundada en el año de 1569, fue, luego, refundada en 1571. La ciudad de Barinas, fundada inicialmente en 1577 con el nombre de Altamira de Cáceres, no llegó a establecerse en el lugar que hoy ocupa sino a mediados del siglo XVIII. Mérida fue trasladada a otro lugar poco tiempo después de fundada y luego mudada definitivamente a su emplazamiento actual. A más de veinte años de haber nacido la ciudad de Coro, Rembolt, el gobernador alemán de los Welsers, propone olvidarla y fundar una nueva ciudad en otro lugar. Nueva Segovia de Barquisimeto cambió de sitio cuatro veces. La actual Cumaná mudó varias veces de lugar y de nombre en el transcurso de sus primeros años de existencia. El que estaba llamado a ser el principal puerto de Venezuela, Caraballeda, fue abandonado poco después de haber sido fundado, a causa de desaveniencias entre sus vecinos y el gobernador. Pocos años después sería fundada La Guaira, muy cerca de donde había estado la abandonada Caraballeda.

De igual manera, imaginarios muy remotos en el tiempo venezolano evocan amplísimas y vacías superficies que ocultan en su interior inmensas riquezas. De un lado, escondidos tesoros al alcance de quienes los pudiesen encontrar; del otro, el torvo rostro de aquéllos que los buscaban. Riqueza e individualismo, inestabilidad y violencia en un mundo donde riqueza y poder parecieron ser siempre fugaces. Esos imaginarios acompañaron el momento de la Conquista durante las primeras expediciones que buscaban el mítico El Dorado; y acompañaron, tres siglos más tarde, algunos de los signos impuestos por las secuelas de la Guerra de Independencia: caudillos militares que, al igual que los conquistadores, fueron, también, solitarios poderosos guiados por sus ambiciones.

      Signos venezolanos una y otra vez reiterados: individualismo, poder, violencia... La memoria más dignificada en toda nuestra historia -de hecho, nuestra única memoria dignificada- es la gesta emancipadora. A esos diez años de guerra convertidos en fetiche de todas las referencias y de todas las miradas patrióticas, nuestro recuerdo oficial rinde solitario culto. Y en Bolívar, adorado ícono máximo, los venezolanos aprendemos a venerar, sobre todo, al guerrero.

Con Bolívar y la Independencia se inicia cierta convicción venezolana: la de que para iniciar algo es preciso destruir lo que existía antes. Deshilvanado itinerario de restas y no de sumas. Derrotero colectivo percibido a través de la violencia y el olvido. Destruir para construir y olvidar para recomenzar: los venezolanos hemos aprendido a venerar el cambio, a idolatrar el renacimiento. Nos hemos acostumbrado a esperar y a confiar mucho más en las voluntariosas iniciativas de algunos iluminados personajes, percibidos por encima, muy por encima de la tradición y de la ley, que en construcciones colectivas. Creemos que logros, aciertos y conquistas afortunadas -si llegan- deberán hacerlo desde fuera de la tradición, al margen de lo establecido.

¡Rehacer el tiempo, reiniciar la historia! El gran mito del pueblo venezolano, algo que forma parte de nuestras más oscuras mitologías. Debemos ser uno de los pueblos del mundo con menos interés ante tradiciones instauradas; también una de las naciones que más frecuentemente se ha propuesto recomenzar el tiempo en la voluntad de algunos inspirados. Un delirio que terminó despojándonos de algo que, al igual que todos los pueblos del mundo, precisamos: una tradición que nos cobije; un pasado comprensible hecho de continuidades, de sumas, de incorporaciones; y de menos, de muchísimas menos, restas y condenas y rencores y olvidos.

Menos rupturas, menos recomienzos, menos incomunicación dentro de nuestra historia… Tal vez la única posibilidad para los venezolanos de escapar a demasiada gravitación de desaliento y afianzarnos sobre itinerarios de consolidación y consistencia.

El tan poco conocido universo colonial fue mucho más que sopor de misa y de siesta al que lo condenaron nuestros recuerdos oficiales. Fue, también, mucho más que esa larguísima sucesión de rufianerías, bajezas y excesos con que lo dibujó Herrera Luque en su célebre novela Los amos del Valle. Fue, sobre todo, un tiempo creado por una sociedad que nacía e iba descubriéndose y formándose paulatinamente. Nuestro siglo XIX es, aparte de la Independencia -solitario recuerdo que opaca a todos los demás- mucho más que esa constante evocación de los muy distintos caudillos que gobernaron el país en medio del más grosero nepotismo. Porque junto a tantas guerras y caudillos, existió otra Venezuela: una nación empeñada en la búsqueda de un igualitarismo social, un país impulsado por genuinas convicciones democráticas y anhelos de justicia colectiva. Y ya en la segunda mitad del siglo XX, durante los cuarenta años de democracia, el pueblo venezolano fue, también, construyendo, haciendo. Hubo en esos años errores y excesos; pero hubo, también, la consolidación de una vida en común. Fueron años que nos acostumbraron para siempre a los venezolanos que cualquier forma de convivencia en nuestro país no podría ser sino democrática.

La sociedad civil, ésa que pareció importar muy poco para las memorias oficiales, ésa que se forjó a la sombra del tiempo colonial y protagonizó y padeció la sangrienta violencia de la Independencia, ésa que vivió bajo un siglo XIX plagado de caudillos y guerras y más caudillos y más guerras, ésa que llega al siglo XX y vive los cambios del país petrolero, ésa que junto a los nuevos partidos políticos creyó en ideales de democracia, ésa que se fue apartando de esos partidos cuando comenzaron a fallarle, ésa que se encuentra ahora confusa y dividida en medio de la división y la confrontación… En ella encarna cierta esencial continuidad del tiempo venezolano. Encarna una tradición que sería el contrapeso necesario para la trasnochada imagen de individualismos mesiánicos como únicos hacedores de la historia nacional.