viernes, 25 de enero de 2019

SOBRE LA DEMOCRACIA


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La única forma de convivencia que, como seres humanos precisamos y merecemos, ésa en la que la que cuenta sobre todo el desarrollo del potencial de cada individuo en tanto punto de partida para el beneficio de todos, no podría ser sino la convivencia democrática. Ella significa la humanización de la política, entendida siempre en función de lo asociativo, de lo integrador; sustentada en el pluralismo, en el respeto a la dignidad individual y  apoyada sobre una razón ética que jamás acepte que el fin podría justificar los medios.
El ideal democrático va mucho más allá de un determinado sistema de gobierno. Es una visión de mundo, una manera de entender la vida, una forma de relacionarnos los seres humanos unos con otros. Es una decisión que la sociedad toma sobre sí misma y llega a impregnarlo todo: individual y colectivamente. En lo individual, tal decisión se alimenta de la autonomía de los individuos; en lo colectivo, se relaciona con la protección de todos y el respeto a la dignidad de todos.
La democracia es la única forma de gobierno que no limita las ideas y exige la participación responsable de sus ciudadanos. Solo ella logra suministrar el marco institucional para la reforma de las instituciones públicas. Entiende que la convivencia humana solo se hace realidad en el establecimiento de leyes acatadas encaminadas hacia un solo objetivo posible: alcanzar el bien común para la gran mayoría de los ciudadanos.
Ante todo, la democracia nos enseña que el poder no es absoluto y es siempre preciso dudar de él: criticarlo, denunciarlo en sus excesos. A la larga, todo poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente. Cada vez que permitimos la impunidad del poder, llega la corrupción del poder. La visión de que siempre será posible deshacerse de malos gobiernos a través de elecciones periódicas hace que toda democracia, no importa qué tan imperfecta pueda ser, resulte mil veces preferible a cualquier otra forma de gobierno.
La temporalidad del poder, la alternancia de los gobernantes, la potestad de deponerlos cuando no lo hacen bien o empiezan a hacerlo terriblemente mal es y será siempre la inmensa fortaleza de la democracia.



viernes, 18 de enero de 2019

UN PAÍS "CERRADO"




En plena Segunda Guerra Mundial, Karl Popper escribió su célebre trabajo: La sociedad abierta y sus enemigos. En él oponía dos modelos sociales: uno, al que llamó “cerrado”, era el de la inamovilidad y la clausura, el del despotismo y la falta de libertad, el de la imposición de dogmas ante los cuales la individualidad humana se desvanece. El otro, al que llamó “abierto”, era el de la libre convivencia, el de la comunicación, el de la tolerancia y la libertad.
Dentro de los espacios sociales nos movemos los hombres. Habitamos. Actuamos. Nos relacionamos. En ellos son y siempre serán positivas la comunicación, la solidaridad y la tolerancia; y son y siempre serán negativas, la incomunicación, las imposiciones dogmáticas y la obediencia por el temor.
En toda sociedad democrática -el modelo por excelencia de una sociedad abierta- la norma es la diversidad y la aceptación de la diversidad, la inclusión que permite convertir las diferencias naturales entre personas y grupos en oportunidad para acercar las diferencias y para favorecer la participación de todos.
Sociedades abiertas y sociedades cerradas: aquéllas más evolucionadas y, sobre todo, más humanas; éstas, más primitivas y burdas, más torpes, más inhumanas.
En las sociedades cerradas no existe el diálogo, ni la justicia, ni el respeto por la dignidad humana. Todo en ellas luce empobrecido y estrecho, reseco y carente de ilusión. Evolucionar de lo abierto hacia lo cerrado -una amenaza siempre presente en cualquier colectividad- sería una de las transiciones más trágicas que pudiera experimentar todo grupo humano. “Empequeñecimento”, por ejemplo, a causa de la voluntad de algún dirigente político o de la imposición de ideologías desindividualizadoras. “Enanización” destinada a derivar en el anquilosamiento de las normas, en el peso irracional de lo impuesto, en la carencia de libertad, en la desaparición de las iniciativas individuales, en el desvanecimiento de las ilusiones y de la esperanza.
Son muy diversas las causas capaces de generar el “encierro” social. Por ejemplo, el populismo: expresión que suele reunir determinados ingredientes: el carisma de algún vociferador junto a su irresponsable ofrecimiento de todo. El mejor antídoto contra el populismo será siempre la realidad y, junto con ella, el estruendoso fracaso de las irresponsables ofertas del demagogo charlatán. Otra causa de encierro social será la imposición de deformadas legalidades encargadas de imponer los deseos y caprichos de un jefe o una élite gobernante. Y, desde luego, existe la amenaza del encierro como consecuencia de una de las más absurdas decisiones de un dirigente político: fomentar entre los gobernados -a fin de extraer alguna forma de “provecho”- el enfrentamiento, la desunión. Absurdo, en fin, de convertir la política -el arte de la convivencia- en anti-política; esto es: destrucción del tejido social únicamente en beneficio de la permanencia en el poder del patético gobernante.
Por último, una sociedad se encierra dramáticamente cuando el grupo dirigente decide apoyarse exclusivamente en la fuerza de las armas; y, apuntalada por una jerarquía militar corrupta, enriquecida gracias a las dádivas de esos gobernantes de quienes de ella dependen, sacrifican la libertad, la justicia, y la dignidad de todo un pueblo. Para ese momento, ya más que de “encierro” podríamos referirnos a clausura, asfixia, destrucción definitiva de esos espacios que alguna vez pudieron ser calificados como democráticos.


viernes, 11 de enero de 2019

ESCRIBIR PARA...


Escribir acaso como una forma legitimación, un arraigar en nosotros mismos, un sostenernos en la comunicación de órdenes e intenciones en los que  intuimos íntimas formas de coherencia y de sentido.
En un ensayo al que colocó por título un escueto Por qué escribo, George Orwell sostuvo que la mayoría de los individuos abandonaban toda ambición de sobresalir en la vida más o menos hacia los treinta años, excepto en el caso de los escritores, quienes eran capaces de conservar intacta esa ilusión hasta el final de sus días.
La tarea del escritor finaliza con su vida. Sus palabras lo ayudan a aferrarse a la vida esforzándose siempre por entenderla. Sentimiento -¿espejismo?- de que al escribir interviene en el mundo, legitimándose sobre ciertas verdades por las que no podría nunca dejar de apostar porque ellas lo rescatan de lo agobiante, lo incomprensible, lo absurdo, lo irracional; porque ellas lo fortalecen, por ejemplo, ante lo políticamente destructivo, deshumanizador, degradante, enfermo. En suma: el escritor acaso escriba para afirmarse en ciertos argumentos relacionados con el sentido común y la dignidad de lo humano.
Ante un entorno como el de nuestra actual Venezuela, de tantas maneras vulnerado, alejado de válidas referencias sociales, económicas y políticas, escribir puede convertirse en un rescate al proponernos convertir nuestra escritura en resguardo de ideas e ideales, en inspiración de palabras, en aliento de esperanza y cercanía a ilusiones necesarias y a desvanecidas respetabilidades. En suma: con nuestras voces apoyarnos en ciertos principios, afirmarnos en el propósito de comunicar el significado de una dignidad humana trágicamente vulnerada.
En fin: tal vez no exista una mejor razón para escribir que ese esfuerzo por comunicar verdades y convicciones necesarias para nosotros, y, a la vez, necesarias para todos; entendiendo que el destino de esas voces que trabajamos, vivimos y por las cuales apostamos, no es otro que el de transmitir ilusiones y respuestas que nos pertenecen y que -sentimos, sabemos- deberían pertenecer también a todos los hombres.