Lo que no nos destruye nos fortalece: seguir adelante porque
logramos no ser destruidos, y, precisamente por ello, somos ahora más fuertes,
estamos mejor preparados para acompañar la fluidez del camino.
Si por impaciencia o torpeza, nos apartásemos de esa fluidez, nuevamente
estaríamos a merced de rumbos debilitantes o desvanecedores
Construir y destruir: terrible carga del caminante torpe o demasiado
seguro de sí mismo.
Afortunado el caminante que en su aventura reúne con éxito arrojo
y lucidez.
Para el caminante solo es estímulo la aventura convertida en
certeza y voluntad de tiempo y siempre hay sentido en las verdades incorporadas
a la conciencia, en toda pregunta necesaria, en todo espacio conquistado al
lado del propio nombre.
Para el caminante existe siempre riesgo en la pasiva aceptación de
las fronteras y en la ausencia de memoria.
Otra frase de Nietzsche: “Perdónate a ti mismo” acaso resuma otra
de las esenciales metas del camino: saber perdonar nuestros errores, desde
luego sin olvidarlos. Y cito este extraordinario fragmento de Humano, demasiado humano, como una de
las más exactas, más válidas y certeras expresiones de la sabiduría de todo
caminante: “Deja
que venga la edad; entonces verás cómo has escuchado la voz de la naturaleza,
de esa naturaleza que rige el universo por el placer; la misma vida que termina
en la vejez termina también en la sabiduría, goce constante del espíritu en
esta dulce luz de sol; ambas cosas, la vejez y la sabiduría, llegan a ti por el
mismo cauce; así lo quiere la naturaleza. Entonces, deja, sin indignarte que
las brumas de la muerte se acerquen. Hacia la luz, tu último movimiento; un
hurra de conocimiento, tu último grito.”
Un caminante será siempre lo opuesto a un
transeúnte. El caminante debe saber vivir su aventura como ruta hacia un
destino, otorgando un sentido a su tiempo, un significado a cada uno de sus
itinerarios. El transeúnte, por el contrario, es un dilapidador de tiempo; algo
que entraña el terrible riesgo de sumar
desplazamientos que son solo afán de lejanía, desordenada suma de eventos y
pasos y actos. Se trata de ser caminantes y nunca transeúntes; de convertirnos
en caminantes que avanzan de acuerdo a sus propios aprendizajes y experiencias;
de volvernos conquistadores de rutas hacia un destino propio, de abrir puertas
a conclusiones predecibles; y de jamás terminar convertidos en transeúntes:
seres errantes y solitarios, desorientados sumadores de estériles
desplazamientos en medio de eso dos espacios de la desolación como son el
laberinto y la intemperie.
Si intemperie implica la refutación a cualquier noción de centro,
el opuesto absoluto a la imagen de camino es el laberinto.
La intemperie desvanece referencias y límites. En ella habitan la
inseguridad, la falta de firmeza y el sinsentido. La intemperie se dibuja no
solo en infinitos y desconcertantes territorios, sino también sobre mucho
rostro desconocido, acontecimientos indescifrables, la reincidencia en el error
y la desmemoria…
Parecido a la intemperie, el laberinto es trayectoria sin
aprendizaje ni memoria. Sugiere la insignificancia de los propósitos y las
visiones, la imposibilidad de cualquier aprendizaje, el irreal avance acompañando
pasos inútilmente repetidos.
Laberinto e intemperie: alusiones a tiempos
informes, confusos, amenazadores; versiones
contrarias a cualquier noción afirmativa de lo espacial; absolutas
contradicciones a cualquier noción de diseños en el camino, trazos de un tiempo
sin sentido ni designio.
Paisajes creados por nosotros mismos: asideros que nos orientan
hacia determinados horizontes o referencias, secuelas
de nuestra manera de entender la realidad y sus opciones; moradas desde las
cuales tamizar un afuera siempre impredecible; mediaciones entre
el absoluto exterior y nuestra conciencia. Paisajes nuestros: diseño parcial,
imaginarios que llevamos a cuestas; de algún modo, dibujos portátiles que
acompañan nuestra curiosidad imposible de detener, y que nos obliga a mirar hacia
delante, siempre hacia delante.
Anécdotas,
circunstancias, aprendizajes, ilusiones, convicciones, revelaciones, sospechas
… Todo contribuye a la creación de nuestros paisajes. Sin ellos, sería
imposible el camino; en todo caso, un camino convertido en genuina construcción
de tiempos y espacios nuestros.
A
veces cambiantes, a veces firmes, definitivamente firmes, nuestros paisajes
tienen todo que ver con nuestra manera de creer en las cosas y de valorarlas;
en suma: con nuestra propia libertad. Es ella quien nos permite construirlos a
partir de nuestro tiempo individual pero, también, en la proximidad a ese
tiempo colectivo del cual formamos parte.
Secuelas
de vivencias y convicciones, nuestros paisajes nos comprometen y aluden. Forman
parte de esas verdades que fuimos haciendo nuestras y a cuyo lado permanecemos,
en ocasiones, a todo lo largo de nuestra vida.