viernes, 18 de octubre de 2019

VERDAD VIVIDA Y ENSEÑADA




El significado de la persona, la dignidad del individuo: algo que, frecuentemente ignoran o agreden Estados, gobiernos y sistemas dispuestos a sacrificar al ser humano en beneficio de sus propios intereses. ¿Cómo enfrentar la anulación de lo individual? ¿Cómo conjurar la inhumanidad de poderes demasiado fuertes, demasiado soberbios, demasiado indiferentes, demasiado incapaces, demasiado crueles?
Como educador, pienso en una respuesta: la educación; una educación que privilegie, junto a la formación personal de cada individuo, su relación con los otros, con su entorno. Una educación capaz de formar individualidades conscientes de su propia singularidad pero nunca indiferentes hacia el tiempo que las rodea.
En algún momento de su obra dice Nietzsche: “Solo existe la noción de responsabilidad, de compromiso en las individualidades. No hay tal cosa en las masas, en las multitudes”. El maestro  no forma colectividades, no enseña responsabilidades éticas a homogéneas muchedumbres sin rostro. No: educa personas, comunica humanidad a seres humanos pensantes y sensibles. Al hacerlo, no solo contribuye a definir la personalidad de éstos sino que participa, también, en la construcción de una sociedad un poco mejor.
La educación tiene como reto central hacer del estudiante un ser consciente de sí mismo y de su entorno. Ambas cosas  -responsabilidad para consigo y con el mundo que lo rodea- están muy relacionadas con el reconocimiento de algo esencial en él: su vocación; y,  junto con ésta, el descubrimiento de sí mismo.
Conocernos: saber quienes somos, identificarnos nosotros mismos, definirnos únicos (en la medida en que todo ser humano lo es)... Sabernos proyectados sobre una vocación cuya revelación dibuje un sentido para nuestra existencia... Una vocación se la vive, se la experimenta íntimamente vinculada a un sentimiento de libertad personal. Somos libres para escoger hacer y decidir vivir de acuerdo a eso que hemos elegido ser y hacer.
Lo justo, lo natural, lo ideal es que las propias cualidades y la vocación coincidan, que la una sea muy directa consecuencia de las otras. Igualmente, relacionamos la vocación con posibles formas de aprobación personal; también como un puente entre nosotros mismos con el afuera, con los otros. La asumimos como la posibilidad más significativa de influir en nuestro espacio colectivo.
No tenemos la potestad -al menos la inmensa mayoría de nosotros- de intervenir o de transformar significativamente la sociedad que nos rodea, pero sí podemos -y debemos- convertirnos en los hacedores de nuestra propia existencia, viviéndola y construyéndola de la forma más plena y más humana posible. Y será a través de una vocación, vivida como plenitud, como personal traducción de ese tiempo que somos y nos construye, nuestra manera de entrar en el mundo, y de ser, en él, una legítima y justificada presencia.
Junto a nuestra vocación es posible dar un sentido a nuestra existencia y evolucionar junto a ese significado sustentador, orientador. Lo ideal es reconocerla muy temprano; tempranamente hacerla parte de irrevocables comportamientos, pasos, propósitos y acciones.
Siempre he pensado que el tiempo universitario es el más certero para identificar una vocación. Es el momento crucial cuando el joven, dejada ya atrás esa niñez que pudo hacerle creer -si fue afortunado- en una condición céntrica merecida simplemente por ser él mismo, entra en una nueva etapa de su vida, generalmente compleja, ardua, en la que empieza a convivir con los difíciles trazos del mundo real. Es el inicio de un tiempo de nuevos desafíos, de la incesante búsqueda de respuestas.
¿Qué precisa la voluntad temprana de un joven? Sin duda, menor dilapidación, mayor perseverancia y, sobre todo, aprender a estar un poco más a solas consigo mismo. Únicamente en soledad, lejos del bullicio e indefinición de lo multitudinario, podemos llegar realmente a conocernos. Aprender quienes somos, qué deseamos, qué nos resulta posible y qué no, que nos enriquece y qué nos debilita.
Estar solos, saber estarlo, aprender a estarlo; eventualmente, desearlo… Suele asociarse la soledad a derrota social o aburrimiento. Temores que la hacen frecuentemente temida, un oprobio del que es preciso escapar. Quien no tenga nada que decirse a sí mismo descubrirá en la soledad la mayor de las calamidades. Sin embargo, ella puede -y debería considerársela de esta manera- una oportunidad para aprendizajes necesarios, para disfrutar de ese tiempo en nuestra propia compañía, para aprender a no aburrirnos a solas con nosotros mismos. Aprender, también, a relacionar soledad con libertad. Esencialmente, somos libres al entendernos, al reconocernos en nuestros actos e ilusiones, al identificarnos con esa historia que es la nuestra.
Es preciso saber estar solos para seguir el rumbo de nuestra curiosidad, para predecirnos, para sostener convicciones, para vislumbrar un destino. Saber o haber aprendido a estar a solas con nosotros mismos nos salva de mucho merodeo inútil, de mucha inconsistencia, de mucho innecesario contacto donde extraviar nuestra conciencia. Significa, también, la oportunidad de definir impulsos y reconocer aptitudes, de identificar propósitos de los que nos resulta imposible apartarnos.
En su novela El juego de los abalorios, Herman Hesse propone la imposible enseñanza de verdades destinadas únicamente a ser vividas. ¿Sus palabras exactas? “La verdad se vive, no se enseña”. Pienso que, al menos, en el caso de esa verdad que es una vocación, sí es posible identificarla en otros, ayudar a, otros -jóvenes estudiantes universitarios, pongo por caso- a construirla.
Una vocación es verdad propia, verdad descubierta, verdad por vivirse, verdad por realizarse... Esencial importancia, pues, de una educación donde la persona pueda, de la mano de un maestro -mano que guía, enseña, forma- identificar una ética personal y la intuición de un destino en el que encarne una manera de intervenir en el mundo, de ser parte de él.  


viernes, 11 de octubre de 2019

ENTENDER EL TIEMPO...


Entender el tiempo como persistencia, descubrir -ir descubriendo generalmente muy poco a poco- que él es la paulatina suma de muchos significados; lo que suele contradecir viejas percepciones de un tiempo supeditado a una voluntad empeñada en reconstruirlo de acuerdo a variables propósitos. Solo la distancia permite entender el tiempo como una suma de complejas totalidades: sin espacios estancos, sin aislamientos; por el contrario, suma de muchísimos ahoras explicándose por la presencia de lo anterior. 

viernes, 4 de octubre de 2019

SOMOS EN EL RITMO DE NUESTRO TIEMPO


Somos en el ritmo de nuestro tiempo; suma y vaivén de cadencias: positivas o negativas, crecientes o menguantes, ordenadas o desordenadas... Somos en nuestro propósito de relacionar simétricamente pasado, presente y anhelo de porvenir.