martes, 28 de junio de 2011

CADA DÍA CONFÍO MENOS EN LA PRECOCIDAD LITERARIA

Es preciso haber vivido, haber recorrido caminos, haber conocido muchos días antes de detenernos a recordar y nombrar. Cada vez confío menos en la precocidad literaria.

lunes, 27 de junio de 2011

ME HORRORIZA LA IMAGEN DE LA PALABRA...

Me horroriza la imagen de la palabra que vive en el sacrificio de la vida y me apasiona la imagen de la palabra en muy estrecha comunicación con la vida, siempre voz compañera de nuestros más significativos instantes.

martes, 21 de junio de 2011

LA ATRACCIÓN DE NUESTROS DÍAS POR LAS TEORÍAS QUE EXPLORAN LOS FENÓMENOS CAÓTICOS...

La atracción de nuestros días por las teorías que exploran los fenómenos caóticos, parten de la aceptación de que el mundo es desconcertante e impredecible. Los temores y las desconfianzas de nuestro presente descubren y describen a un hombre que ha aprendido a dudar y a reconocer que duda, a temer y a reconocer que teme. El caos traduce la historia -y la histeria- del hombre contemporáneo sumergido en sus desasosegantes inquietudes. Más que una respuesta, las teorías del caos implican la intuición de que sólo la incertidumbre es posible ante un cosmos definitivamente ajeno a la voluntad, los deseos y las profecías de los seres humanos. El caos es un nuevo síntoma de la viejísima intuición del hombre de su propia indefensión. Tras el largo tiempo del imaginario de los destinos previsibles, tras las seguridades definitivas y las certezas absolutas de la modernidad, el hombre de nuestros días regresa a los tiempos anteriores a la voz sagrada de la historia en los que la incertidumbre y el azar eran la única respuesta.

domingo, 19 de junio de 2011

EL MUY ACTUAL IMAGINARIO DEL APOCALIPSIS...

El muy actual imaginario del apocalipsis se proyecta no sólo sobre espacios y destinos colectivos, sino que ilustra, también, cierto terrible final acechando a los cuerpos humanos. Es el caso de la muy contemporánea imagen del SIDA: enfermedad que sólo termina con la muerte, una espantosa muerte que sobreviene tras la acumulación de enfermedades que van destruyendo organismos que, lentamente, se consumen; enfermedad de enfermedades, enfermedad que las encarna a todas, una tras otra. El SIDA es la muerte de lo que se agota poco a poco, de lo que se calcina hasta la incineración total. El SIDA, trágica respuesta de lo desconocido, es una metaforización de lo apocalíptico repitiéndose, ahora, en cada individualidad humana.

viernes, 17 de junio de 2011

HOY DÍA, MUCHO DE LA LITERATURA OCCIDENTAL...

Hoy día, mucho de la literatura occidental pareciera proponer que no existen respuestas para los hombres en ninguna parte, ni siquiera en los escondrijos de su propia conciencia. La voz del yo virtual convive con la voz muda de un yo que, rodeado de sombras, pareciera temer haberse convertido también él en sombra. Crisis de las convicciones reflejada en una escritura que es un callar, un no decir. La voz del yo desvanecido pareciera imponerse, también, a partir de una creciente desconfianza ante la eficacia y, aún ante el sentido mismo de la literatura. Sentimiento que podría entenderse bajo una fundamental premisa: si el hombre ha dejado de ser protagonista, su palabra ha dejado de ser voz.

martes, 14 de junio de 2011

INTERMINABLEMENTE OBLIGADO A DIALOGAR CON LO EXTERIOR Y CONMIGO MISMO...

Interminablemente obligado a dialogar con lo exterior y conmigo mismo, escribo. Escribo un incesante diálogo que es, sobre todo, monólogo; un poco a la manera de esa voz que habla en Compañía, uno de los últimos textos de Samuel Beckett: “Así acurrucado, te descubres imaginando que no estás solo ... Inventor de la voz y de su oyente y de sí mismo. Inventor de sí mismo para hacerse compañía.” Escribo mis diálogos que son monólogos. ¿O a la inversa: monólogos que dialogan con lo que me es exterior y con mi propio mundo interior? Mi escritura se vuelve acción a la que me aferro; siento que junto a ella nombro mi lucidez, o mi imaginación, o mis propósitos, o mis recuerdos, o mis convicciones, o mis sueños...

lunes, 13 de junio de 2011

NIETZSCHE Y LA PALABRA DEL CAMINO

Escritura del camino: signo de lo abierto, de lo interminablemente continuo. Escritura identificada con la voz del caminante que se detiene a recuperar fuerzas y a reponerse del cansancio de los días transcurridos.

Muy variadas expresiones podrían relacionarse con la palabra del camino: pensamientos, reflexiones, memorias, aforismos, testimonios, autobiografías... En todas, generalmente, la comprensión pareciera unirse al deslumbramiento; la búsqueda, coincidir con los hallazgos. Y es que la palabra del camino entremezcla revelaciones y desentrañamientos; dibuja imágenes que surgen tanto de la fantasía como de la lucidez, de la maravilla como de la curiosidad. Es, por sobre todo, la interminable argumentación de una conciencia que nunca calla.

La palabra del camino nos orienta por entre la confusión y la provisionalidad. Nos permite conjurar el tiempo del que estamos hechos. Ella discurre por sobre todos los temas posibles, sombra y soliloquio de pasos, rúbrica de conjeturas. Desde la amplitud de su superficie, la palabra del camino convierte en argumento todas las intuiciones, todos los descubrimientos, todos los desconciertos.

La palabra del camino sigue un ritmo que le es propio. Quizá el ritmo de la vida donde las cosas manan sin cesar, capaces de desbordar cualquier cauce; fluctuando, moviéndose, llenando espacios; girando por sobre todas las superficies; tanteando, explorando.

La levedad y la armonía son aspiraciones fundamentales de la palabra del camino; aspiraciones relacionadas, por cierto, al ideal de todo caminante: liberarse del exceso de peso, aligerar la carga que pueda verse forzado a llevar.

La palabra del camino aspira a ser fiel a sí misma; por eso, se escribe y desescribe, se rompe y rehace, se fragmenta y retuerce hasta llegar a armonizar con las variadísimas circunstancias que la envuelven.

La palabra del camino convierte en arte la reflexión o la perplejidad frente al instante. Ahonda en la vida, ilustrándola en algunas de sus casi infinitas facetas.

A través de la palabra del camino, los autores apuestan a la firmeza de sus pasos, esforzándose en rechazar cuanto los debilite o desdibuje. La palabra del camino revela un inocultable horror ante la intemperie, ante los espacios demasiado vastos o demasiado impredecibles. Pero la intemperie es infinita; no existe palabra alguna capaz de cubrirla. Escribir podría convertirse, así, para algunos escritores en un esfuerzo por resguardarse del inmenso silencio circundante.

La palabra del camino se emparenta a una convicción: la de que, en la confusa suma de infinitas combinaciones que es la historia del mundo, acaso sólo las alusiones biográficas resulten genuinas identificaciones de lo humano.

La palabra del camino dibuja una forma de diferenciación. Somos en nuestra escritura. Somos esas imágenes que nuestra escritura postula. Nuestro individualismo se convierte en el punto de partida de una voluntad de nombrarnos.

La palabra del camino muestra la metamorfosis de nosotros mismos al interior de nuestros recorridos. Nos dibuja en una imagen que asumimos nuestra. Verbalizando nuestros ahoras conjuramos la pesadilla de la no significación del tiempo, el horror al vacío. La palabra del camino posee un fuerte contenido ético. Etica de la opción individualista de quien precisa apartarse de la confusión exterior para refugiarse en un signo que lo encarne. Frente a la complejidad, confusión y contradicciones de lo que llamamos “experiencia de vida”, se yergue la palabra que escribe a partir de esa experiencia.

Rótulos, clisés, lugares comunes, frases hechas son formas del todo insuficientes para nombrar el camino o la experiencia del camino, siempre inundada de perplejidades, contradicciones y emparentada muy de cerca al impredecible azar.

La palabra del camino señala un ir; pero, ¿hacia dónde? Ella contrasta la interminable oposición entre el albur y la persistencia. Por eso, fluctúa entre lo aleatorio y lo definitivo. El camino es, a la vez, permanencia y cambio; movilidad y fijación. A la fijeza se opone la continuidad. Lo definitivo se enfrenta a lo que, incesantemente, se metamorfiza. La palabra del camino es fijación de lo transeúnte. Transcurre y, en ese transcurrir, fija lo momentáneo; convierte en definitivo lo que es circunstancial. La palabra del camino es testimonio de nuestra voz expresando la vida que hemos recorrido. Es hallazgo que nos señala, eco o sombra de nuestros pasos.

La palabra del camino sugiere la posibilidad de decir lo que sólo la experiencia y la memoria, juntas, podrían evocar. Es experiencia volcada en palabra. Es memoria que recuerda los días cumplidos. La palabra del camino convierte el hecho de vivir en fragmento discernible.

Libertad, autonomía, independencia, autenticidad: términos necesarios para expresar lo que la palabra del camino es. Ella está cargada con un fuerte contenido ético. Eticidad de la opción del escritor que precisa apartarse de la confusión exterior para refugiarse en sí mismo y nombrarse desde esa palabra que lo encarna. La palabra del camino, lo he dicho alguna vez, debe poseer como uno de sus esenciales objetivos, conducir al escritor hacia su asilo, recuperar para él un espacio en el que poder reconocerse.

La palabra del camino es naturalmente egoísta: señala a un yo empeñado en mostrarse y en proclamar que ha vivido. La necesidad de saber que no desapareceremos con nosotros mismos, que existe la posibilidad de perdurar en palabras que nos nombren e identifiquen más allá de nuestra presencia, explica muchos de los sentidos de la palabra del camino.

La palabra del camino juega constantemente con diversos órdenes. Las verdades descubiertas por el caminante pueden ser, también, verdades de muchos o de todos. El mundo se refleja en el caminante y éste se refleja en el mundo.

Al hablar del mundo, la palabra del camino lo hace siempre a partir de un yo contemplador del mundo. El mundo visto a través de los ojos de ese yo. En ese punto, vida e historia comienzan a acercarse extraordinariamente: la vida del testigo dentro de la historia, la historia nombrada desde la vida de quien la testimonia; vida e historia conviviendo en una palabra afín que las asemeja e identifica.

En general, la palabra del camino suele saberse expresión incapaz de disipar del todo las tinieblas del desconcierto o la confusión. Una de sus desvirtuaciones sería la de ambicionar convertirse en documento de su tiempo, algo que significaría que su voz, necesariamente mesurada y necesariamente íntima, se transformase en prédica y profecía, convencida de los privilegios de su funcionalidad y su destino.

Impregnada de vida, la palabra del camino puede llegar a insertarse en la historia, alcanzando así, como sucedió en el caso de Nietzsche, a dibujar certeras intuiciones del porvenir de la humanidad.

Alguna vez escribió Nietzsche: “no quiero leer a ningún autor de quien se note que quería hacer un libro, sino sólo a aquéllos cuyos pensamientos llegaron a formar un libro sin que ellos se dieran cuenta”. Era su propio reconocimiento a la singular expresividad de la palabra de los caminantes, la que surge de la vida misma y que va sumando páginas que pueden conformar un libro; no el libro como propósito primero, sino el escribir la vida.

Nietzsche ejerció de una manera extraordinaria, una palabra compañera de curiosidades y testimonios; palabra que supo nombrar, por igual, las voces de su época y “la voz ligera de las diversas situaciones de la vida”. Por eso su escritura, hablando desde sí mismo, habló, también, de todos los hombres; verbalizando su propio mundo, alegorizó el mundo; ir y venir interminable entre lo individual y lo colectivo, una muestra de que los argumentos de la vida y los de la historia son formas análogas de la experiencia humana.

Tal vez por eso Nietzsche alcanzó a percibir, en su presente, lo que sería esta realidad que hoy nos rodea, terminado ya nuestro siglo XX. Su palabra ilustró el carácter de ciertos recorridos por los que la humanidad estaba destinada a transitar. Y emblemas y valores de nuestros días se reconocen y reflejan en aquellas verdades del caminante que fue Nietzsche, en sus interrogantes y respuestas de lúcido pensador y visionario poeta.

A pesar de la deuda que su palabra tiene con la poesía, en varias ocasiones Nietzsche se expresó muy despectivamente de los poetas, a quienes acusó de estar siempre dispuestos a pavonearse ante cualquier público que quisiera admirarlos. Los tildó, también, de superficiales: “no me parecen muy limpios que digamos; enturbian las aguas para que parezcan profundas”. En otra oportunidad los llamó también mentirosos: “el poeta considera al mentiroso como su hermano de leche”. Nietzsche no despreciaba a la poesía -que, de hecho, le perteneció siempre- sino a los poetas. Igual que le sucedía, por cierto, con los filósofos, a quienes llamaba “tejedores de telarañas”.

La palabra del camino en Nietzsche iba haciéndose, amplia, suelta, fragmentaria, de una suma de reflexiones y aforismos que entremezclaban tanto imágenes como itinerarios. En ella no es posible distinguir “métodos” ni “sistemas”. Es una escritura que asume como suya la regla esencial del camino: el recorrido lo es todo. Por eso ella parecía avanzar moviéndose siempre según la marcha de un ritmo originalísimo; evocando incesantemente el propósito de verbalizar el mundo desde la lucidez y la pasión; tratando de enfrentarse a todos los temas, todas las controversias, todos los dogmas, todas las paradojas, todas las verdades...

En La gaya ciencia, Nietzsche hace esta confidencia: “escribo para deshacerme de mis pensamientos”. Deshacernos de nuestros pensamientos: librarnos de los fardos acumulados, aligerar nuestros pasos. Es necesaria la ligereza para continuar el recorrido. En algún momento, Nietzsche habla de un arte “travieso, ligero, bailarín, burlón, infantil y alegre para no perder esa libertad por encima de las cosas que nos exige nuestro ideal”. Arte ligero: ¿arte que acompaña los aprendizajes del vivir?, ¿arte de la transformación?, ¿arte del recorrido por entre el barullo y la confusión? Al arte ligero debía corresponder un espíritu ligero, algo que no significa, en lo absoluto, superficialidad de espíritu. Ligereza implica saber andar libremente por el camino: sorteando en él sus asperezas y sus frecuentemente indescifrables desenlaces. Ligereza para escribir y seguir avanzando sin cesar nunca de aprender de las propias sorpresas.

Si pensamos, dice Nietzsche en algún otro momento, “no hay reposo”. El pensamiento busca respuestas que son descubrimientos; verdades propias: particulares y personales, también comunicables. Una verdad no puede guardarse, dice Nietzsche: tiene que salir fuera de quien la posee para conocer la luz y el contacto con los otros. “Todas las verdades que se callan se hacen venenosas”, dice. Verdades y no convicciones: las convicciones, comenta, son “más poderosas que las mentiras”. Y, en otro lugar: “De las pasiones nacen las opiniones: la pereza de espíritu las hace cristalizar en convicciones”.

La individualidad humana va dibujándose en medio de la búsqueda de verdades. La vida posee verdades que debemos descubrir: verdades para nosotros, verdades nuestras. Y el entorno bien podría ser modificado por la fe que depositemos en ellas.

Toda verdad, en el fondo, no deja de ser una ficción, una interpretación. Cada quien lleva sus verdades en sí mismo. “Por muy ávido que sea mi conocimiento -dice Nietzsche en La gaya ciencia- no puedo extraer de las cosas sino lo que ya me pertenece”. Esto es: me reconozco dentro del mundo y reconozco el mundo dentro de mí.

A lo largo del camino, todo es transformación. Nuestras verdades cambian porque nosotros cambiamos. La sabiduría va llegando lentamente a través de interminables aprendizajes que nos arrastran hacia nuevas verdades. En La gaya ciencia, Nietzsche comenta: “Ahora te parece un error lo que en un tiempo amaste como verdad o probabilidad: lo rechazas, y crees que se trata de un triunfo de tu razón. Sin embargo, tal vez ese error fuera para ti en ese entonces, en que aún fuiste otro –siempre eres otro- tan necesario como todas tus ‘verdades’ de ahora”.

Nietzsche expresa un saber que suponemos muy semejante al origen del filosofar en el mundo griego: un esfuerzo con que guiarnos dentro del camino: para crecer y llegar a ser felices, o, al menos, para sobrevivir dentro de él. Nietzsche se refiere, en algún momento, al estoicismo y al epicureísmo como saberes fundamentales de la supervivencia. Epicúreo es quien aprovecha las circunstancias que le ofrece la vida para disfrutarlas en toda su plenitud. Estoico es quien sabe resignarse ante lo que no podría ser cambiado. El epicúreo selecciona, escoge. El estoico acepta lo inevitable. Nietzsche comenta en sus palabras: “El epicúreo selecciona la situación, las personas y aún los eventos que corresponden con su extrema irritabilidad intelectual y renuncia a lo demás porque sería indigno para él una comida demasiado fuerte e indigesta. En cambio el estoico se ejercita en la ingestión, sin asco, de piedras y gusanos, vidrio picado y escorpiones; su estómago tendrá que terminar siendo indiferente a todo lo que vuelque en él el azar de la existencia”.

Nietzsche enfatiza en la importancia de lo irracional dentro de la vida del hombre. Sentimientos y pasiones caracterizan nuestras actitudes tanto como las ideas y los argumentos. La vida no es sólo lógica. Es, también y quizá sobre todo, pasión, duda, deseo. La historia anecdótica de los grandes sucesos humanos, dirá en algún momento, no es tan expresiva como podría serlo la historia de los sentimientos; una historia que evocaría la memoria de los sufrimientos y devociones de los pueblos, sus desprecios tanto como sus admiraciones, sus mitos y sus aceptadas mentiras.

Nietzsche opone la sabiduría del contemplador a la del hombre de acción. El primero, logra dibujar “el mundo que le importa al hombre”. El mundo que nos rodea, que conocemos, que nos identica e identificamos, es el mundo creado por la palabra y la imaginación de los contempladores. Ellos son los verdaderos autores del universo humanizado. Ellos, en su imaginación, en su verbalización, son creadores del espacio que nos envuelve y habitamos. “¡Nosotros –dice Nietzsche- hemos creado el mundo que le importa al hombre! Sin embargo, precisamente esto no lo sabemos, y cuando por un instante, captamos ese saber, lo olvidamos al momento: los contemplativos desconocemos nuestra mejor fuerza y nos valoramos en un grado demasiado bajo –no somos ni tan orgullosos ni tan felices como podríamos serlo”.

Nietzsche habla de la locuacidad de los escritores: la de la ira, por ejemplo, que le imputa a Schopenhauer; o la de la conceptualización, que le achaca a Kant; o la del deleite de buscar palabras nuevas para decir las mismas viejas cosas que le adjudica a Montaigne... Nietzsche poseyó como locuacidad totalmente personal la de una individualidad lúcida y apasionada, inquisitivamente colocada frente a un mundo que, por sobre todo, era preciso comprender. No puedo dejar de recordar las Memorias del subsuelo de Dostoyevski, novela donde su protagonista, el hombre del subsuelo, comunica a sus lectores todo cuanto percibe desde el espacio de su conciencia; un espacio que, a la vez que lo aísla, le permite vislumbrar mejor, entender mejor. Nietzsche, con su palabra se muestra, también, como un ser subterráneo; un contemplador que, desde el escondrijo de su conciencia, divisa –y cuestiona- una vastedad infinita colocada ante él. Por cierto, el propio Nietzsche en El crepúsculo de los ídolos, hace un abierto reconocimiento a la importancia de Dostoyevski en su obra. “Dostoyevski –dice-, el único psicólogo, dicho sea de paso, del que yo he tenido que aprender algo: él es uno de los más bellos golpes de suerte de mi vida...”

Para Nietzsche la vida es intemperie y es azar. Terrible e inexplicable, ella es riesgo interminable. El ser humano se esfuerza constantemente en conjurar ese riesgo. Un antídoto contra él será la voluntad; otro, la escritura, el arte. El arte es coherencia, sentido expresivo, unidad orientadora. “El arte –explica- es una forma de proporcionar un alivio a la conciencia sobrecargada de sensaciones ... Del arte se puede pasar más fácilmente a una ciencia filosófica verdaderamente liberadora”. Y, en otro momento: “Crear: éste es el gran alivio al dolor y lo que hace fácil la vida.” El arte condensa y expresa. Toca lo elusivo, alcanza a definir lo indefinible. El arte nunca podría ser falso. No puede engañar. El se asocia a lo más genuino y veraz del tiempo humano.

La palabra de Nietzsche se propuso ahondar en el desenmascaramiento constante de numerosísimas paradojas humanas. Verbigracia la de que principios errados puedan generar gestos y comportamientos legítimos. O la de que la esperanza sería el peor de los males al prolongar torturadamente las ilusiones de los hombres. O la de que las malas acciones de éstos podrían, acaso, ser motivadas por un instinto de conservación, en cuyo caso dejarían de ser “malas” para convertirse en “necesarias”. O la de que el hombre piensa que lo bueno se impone por sí mismo y lo malo no; cuando bien podría suceder lo contrario: que las cosas buenas no se aceptasen, en tanto que los errores sí. Tales paradojas, dice Nietzsche, no son sino una directa consecuencia de algo: los hombres nos rodeamos de ficciones para entender, para identificar, para actuar; espejismos para guiarnos; ideas para poder continuar en el camino.

A fines del siglo XIX, una idea -un espejismo- el progreso, pareció deslumbrar a casi todas las mentes. Nietzsche desconfió de ella. La consideró culpable de deformar visiones y creencias. Frente al progreso, ante la idealización del futuro, Nietzsche erigió su propia idea: la de la necesaria afirmación del ser humano en el aquí y el ahora, la de una interminable apuesta del individuo hacia todos sus momentos vividos. La apuesta por el ahora significa afirmarse ante la vida diciéndole “sí”. Vivacidad de la vida y vivacidad de todos los instantes que la componen. La existencia –postula Nietzsche- bien pudiera ser para el ser humano un premio o una pesadilla. Una pesadilla para todo aquél que no sepa vivirla, disfrutarla o entenderla; un premio para aquellos seres capaces de afirmarse en la interminable aserción de su voluntad y de rechazar el escapismo fácil de las promesas religiosas (Para Nietzsche un ser de espíritu religioso que niegue esta vida en beneficio de la vida ultraterrena es, ante todo, un desperdiciador).

Como dije antes, la palabra del camino se desvirtúa al aspirar a convertirse en comunicación de la prédica o de la profecía. En ambas incurrió Nietzsche en diversos momentos de su obra, pero, muy especialmente en Así habló Zaratustra, libro donde se abandona la necesaria mesura de la palabra del caminante en beneficio de la premonición de nuevos signos históricos. Así habló Zaratustra es un símbolo de edades nuevas protagonizadas por hombres nuevos. “Con una voz fuerte –dice Nietzsche- se es casi incapaz de pensar cosas sutiles”. Es la mejor prueba de algo totalmente perceptible: nada en Así habló Zaratustra podría merecer el calificativo de “sutil”.

La parábola que es Así habló..., escrita a finales del siglo XIX, se comunica muy estrechamente con cierto sentido ético de nuestro siglo XX, una época que ha impuesto a los hombres la moral necesaria de los supervivientes. Hoy, más de un siglo después, desvanecido definitivamente el espejismo del progreso, lo que perciben los hombres a su alrededor no es la decadencia que presintió Nietzsche sino otra cosa: el apocalipsis. La noción del riesgo apocalíptico evoca un porvenir que peligra en cualquier posible error humano. La visión apocalíptica dice que el futuro depende de este presente que estamos construyendo ahora.

Como alguna vez he comentado*, el sentimiento de habitar un mundo al borde del apocalipsis, arrastra a los seres humanos hacia dos actitudes opuestas; de un lado, la autodestrucción; del otro, un esfuerzo de supervivencia. “Lo imprevisible genera imágenes de opciones contrapuestas: vivir o morir, crecer o decaer, debilitarnos o fortalecernos, perdurar o desaparecer... El tiempo del apocalipsis es el del presente sin mañana, el de la desesperación circular. El tiempo de la supervivencia es el del equilibrio en medio de lo siempre precario, el de la previsión ante lo inesperado, el tiempo donde no existen ni débiles ni fuertes, porque todos, eventualmente, somos débiles; porque todos, definitivamente, somos vulnerables”. Autodestrucción es pulsión de muerte, hedonismo fácil, consumismo, vacuidad, fragilidad de referencias y relaciones, evanescencia de significados y valores. Frente a esto, la supervivencia podría concebirse como la iniciativa creadora dentro de los espacios clausurados, una fuerza vitalizadora dentro de lo devastado y lo precario.

La supervivencia para Nietzsche consistía en decir “sí” a la vida, a la pasión del vivir. Si “Dios ha muerto”, entonces la absoluta soledad del hombre podría –debería- conducirlo, más que hacia la desesperación y la desmesura del “todo está permitido”, hacia la plena entrega a la vida. Voluntad de sobrevivir expresada en pasión por la vida, intensidad de vida.

Del “silencio eterno de los espacios infinitos que ignoro y que me ignoran” de Pascal a la “muerte de Dios”, de Nietzsche: el paso de la historia humana fue apuntando hacia la necesaria autosuficiencia del hombre, a su independencia y su soledad. Una soledad que proclama que el destino de los hombres pertenece únicamente a sus obras, que son éstas su propio cielo o su propio infierno. Cielo o infierno, felicidad o infelicidad, plenitud o vacío: posibilidades opuestas que reposan en las manos de seres humanos capaces de crecer o desmoronarse, de sobrevivir o desaparecer.

Nietzsche fue uno de los primeros en intuir que los seres humanos habíamos entrado “en una época en que la civilización está en peligro de sucumbir a causa de los medios de la civilización”. Las respuestas de Nietzsche aludieron una y otra vez a la visión de un ser que lograría sobrevivir y crecer dentro de un tiempo sin dioses y sin ideales de futuro sólo si se afirmaba en él mismo y en la validez de sus obras y respuestas; un nuevo individuo diferente a quien todo podría permitírsele, todo salvo la incapacidad para sobrevivir.

Dice Nietzsche en La gaya ciencia “¿Qué es originalidad? Ver algo que aún no tiene nombre, que aún no puede ser nombrado aunque esté a la vista de todo el mundo ... Los hombres originales han sido, en general, también los ponedores de nombres”. Nietzsche, desde su propia peripecia de lúcido e inquisitivo caminante, desde su voz, desde su palabra del camino, colocó nombres, muchos de los cuales hoy todos repetimos. Nombres que identifican gran parte de los signos éticos de nuestro tiempo al describir, de tantas y tan certeras maneras, la pluralidad y la incertidumbre. Nietzsche fue original en su tiempo y sigue siéndolo aún en el nuestro porque su voz individual supo vislumbrar por entre la voz de la historia. De allí que haya podido nombrar tan acertadamente el porvenir y sus premoniciones resultar tan proféticamente exactas.



* Ver Arrogante último esplendor, Caracas, ed. Equinoccio, 1998

sábado, 11 de junio de 2011

LA VULNERABILIDAD DE UNA ÉPOCA Y LA VULNERABILIDAD DE UN TIEMPO INDIVIDUAL SE PARECEN...

Existe en Montaigne la idea de que cada individuo encarna en sí a la Humanidad entera. Algo parecido dijo Schopenhauer: el destino de la humanidad concierne a cada quien y el de cada quien concierne a la humanidad toda. Las miradas de los hombres suelen reproducir las miradas de sus épocas, relacionarse estrechamente con eso que su realidad les enseña a distinguir.

Muchas verdades de nuestros días parecieran relacionarse a dos cosas: falta de memoria y ausencia de esperanza. Así, el pasado pierde importancia y su recuerdo es sustituido por un presentismo hedonista. Por su parte, la falta de esperanza significa la entronización de verdades de desaliento e incertidumbre. Sin saber hacia donde nos dirigimos y sin creer en el significado de las acciones que nos permitan dirigirnos hacia algún lado, los seres humanos ignoramos el destino que nos aguarda; o, en todo caso, sospechamos de su fiabilidad. Esas mismas desalentadoras verdades nos arrastran, individual y colectivamente, hacia la confusión. “La confusión será mi epitafio” rezaba el estribillo de una de las más conocidas canciones de un grupo musical de rock de los años setenta, King Crimson. Confusión como mediación de cuanto vislumbramos en el presente y el porvenir; también como secuela de la disolución de muchísimas creencias e ilusiones. Inmersos en una realidad impredecible, todos buscamos la seguridad de certezas que nos permitan conjurar la percepción de vulnerabilidad que caracteriza a tantas miradas humanas en nuestros días.

En lo individual, asociamos vulnerabilidad con madurez. Los jóvenes raramente la reconocen en sí mismos: no han vivido lo suficiente. Somos vulnerables, de niños, al vivir en medio de la inconsciencia; lo somos cuando, adolescentes, nos asumimos demasiado céntricos y apostamos muy contundentemente a la veracidad de algunas poquísimas respuestas grandilocuentes y ruidosas; seguimos siéndolo, a lo largo de nuestra existencia, cada vez que nos creemos solitaria y soberbiamente capaces de enfrentar retos que, acaso, nos superen. Son vulnerables muchísimos seres solitariamente rodeados de demasiados rostros, aislados en medio de lo muy saturado o muy confuso. Es vulnerable la soledad de quien no logra distinguir más allá de sus pasos ni escuchar otra voz que la suya. Colectivamente, es vulnerable un mundo humano que le teme al futuro porque le horrorizan los posibles desenlaces de su presente, porque desconfía de sí misma.

Un conjuro posible a la percepción de tiempos vulnerables será descubrir en éstos un sentido. Podría hablarse de naturales correspondencias entre la necesidad de un ser humano por identificar un propósito en su vida y la necesidad de la humanidad por vislumbrar significados en sus itinerarios. El diseño de la existencia de una persona y el dibujo de la historia de todos los hombres dependen, acaso, de parecidas formas de voluntad por construir el tiempo de acuerdo a algún significado. Un individuo y todos los individuos poseen parecidas esperanzas y parecidos miedos; acaso también sus certezas se asemejen: justificarse en un tiempo propio, en una propia historia. Individual y colectivamente todos los seres humanos conjuramos la pesadilla del tiempo como algo carente de sentido, y aspiramos a un destino en el que merezca la pena creer. La vulnerabilidad de una época y la vulnerabilidad de un tiempo individual exigen una misma voluntad por hallar respuestas ante el tiempo construido o por construir.

jueves, 9 de junio de 2011

LA INCOMPRENSIÓN O EL DESDÉN DE LA OTREDAD...

La incomprensión o el desdén de la otredad llevó a Occidente a creer que el mundo habría de pertenecerle gracias a una lógica escrita en la naturaleza de las cosas. La Ilustración creyó en un futuro gobernado por leyes iguales, donde lo bueno y lo malo estaría decidido por el sentido común y por fundamentales verdades que todos los seres humanos podrían compartir. Condorcet, el último de los Ilustrados, imaginó un planeta donde las diversidades desaparecerían: todas las naciones hablarían un mismo idioma y serían gobernadas por un inmenso Estado único. A la Razón universal y sólo a ella -dice Condorcet- incumben principios de justicia válidos en todas partes. Principios de un derecho racional que terminará por hacerse universal. Prejuicios, dice Condorcet, hay muchos, pero la verdad racional es una sola. Y sobre esa verdad aspiraba el último Ilustrado a que se formase un solo todo, un unitarismo práctico que sería el más eficaz mecanismo de sujección del hombre sobre su entorno y su destino.



El ideal de unión no tardó en hacerse ideal de dominio. Los "elegidos" asumieron que tenían todo los derechos sobre los "no elegidos". La Razón, sin embargo, hablaba con voz magnánima: de lo que se trataba era de salvar a los "incivilizados" de ellos mismos: de sus errores, de su barbarie, de su atraso. Rudyard Kipling, ya en nuestro siglo XX, ensalzó "la pesada carga del hombre blanco". La inmensa responsabilidad del hombre occidental era la de "convertir" a la Humanidad a la verdad de la diosa Razón y a la religión del dios progreso. El imperialismo fue la principal secuela del propio orgullo y de la autocomplacencia de los europeos. La expoliación imperialista se convirtió en la más "digna" responsabilidad de las naciones dominantes.


Hasta nuestro siglo XX llegaron los entusiasmos imperialistas. La terrible barbarie de dos guerras mundiales hizo que las naciones europeas industrializadas comenzasen a perder la fe en sí mismas y en los privilegios de su destino. Tras el desangramiento de Europa y de gran parte del mundo, comienza un proceso de descolonización por el cual los viejos elegidos comienzan a deshacerse de sus viejas presas. Es el fin del colonialismo. Los imperialismos se debilitan y, poco a poco, comienzan a desaparecer. Al radical unitarismo de los siglos XVIII y XIX sucede en la conciencia occidental del siglo XX el redescubrimiento de la otredad. Occidente comienza a percibir a su alrededor un mundo diferente y heterogéneo que escapa a su ideal de posesión. Anabasis de Saint-John Perse (1924), alguna vez descrito como el último gran poema épico de Occidente, es la contemplación admirativa de un planeta percibido como un mágico y abigarrado mosaico de diferencias. Anabasis describe un éxtasis y una renuncia: éxtasis ante lo inaudito que rodea al poeta, renuncia a cualquier propósito de sujeción de la otredad. El espíritu de Anabasis alcanzará su máxima expresión varias décadas más tarde en Tristes Tropiques (1955) de Claude Lévi-Strauss, doloroso testimonio del hombre occidental ante un planeta que no logró conservar misterios por descubrir ni maravillas de las que asombrarse. De Tristes Tropiques se ha dicho que él es el libro que termina con todos los libros de viajes. "Deseé -comenta Levi-Strauss en una de sus páginas- haber vivido en los tiempos de los verdaderos viajes, cuando todavía era posible ver el espectáculo en todo su esplendor, antes de que lo arruinaran, lo corrompieran y lo estropearan". Levi-Strauss, en la segunda mitad del siglo XX, escribe en un mundo del que ha desaparecido el genuino sentido de la aventura y del descubrimiento. Escribe, también, desde la agonía de una modernidad que ha visto desvanecerse demasiadas expresiones de lo humano.


Hoy, Occidente tal vez recuerde con nostalgia los ideales que alentaron sus conquistas. Quizá añore sus viejas verdades. Esas verdades, sin embargo, nos condujeron a todos hacia este presagio de apocalipsis que hoy domina el mundo. Las nuevas verdades que los seres humanos deberemos buscar y compartir tendrán que escribirse de otra forma. Deberán apoyarse en la comunicación y en la solidaridad de todos quienes habitamos en el espacio y el tiempo limitado y común de los sobrevivientes.

miércoles, 8 de junio de 2011

DIGNIDAD DE TODOS LOS FINALES...

Dignidad de todos los finales: la muerte que cierra una vida, la despedida que concluye una relación amorosa, el adiós a un sueño cumplido... El final de las cosas simboliza lo que ellas fueron.

martes, 7 de junio de 2011

HAY MOMENTOS EN QUE LAS PALABRAS SON INÚTILES...

Hay momentos en que las palabras son inútiles. Uno es el instante de la comunicación amorosa, cuando se decide la definitiva cercanía de dos cuerpos; el otro es el de la violencia: tiempo imprevisible en el que sólo cabe como única respuesta posible la eficacia del instinto. En ambos casos: no la palabra sino el grito. Cuando las palabras han dejado de ser suficientes, llega el grito: de pasión o de guerra, gemido o alarido, exclamación o apenas balbuceo.

lunes, 6 de junio de 2011

OBRA DE ARTE...

Obra de arte: siempre huella esclarecedora, siempre metáfora de un instante eternizado.

sábado, 4 de junio de 2011

LA CURIOSIDAD, LA FE...

En un cuento de su libro El informe de Brodie, "El evangelio según San Marcos", Borges escribe: "Los hombres a lo largo del tiempo han repetido siempre dos historias: la de un bajel perdido que busca por los mares mediterráneos una isla querida, y la de un Dios que se hace crucificar en el Gólgota". Imágenes de dos actitudes humanas contrapuestas: la curiosidad y la fe. Odiseo, en sus interminables travesías, abre la ruta del viaje y la búsqueda, de los descubrimientos y de la experiencia, del aprendizaje que crece y vive. Cristo, crucificado en el Gólgota, simboliza la fe, la devoción ante lo revelado. La razón dibuja en la experiencia del recorrido una meta y un destino. La fe se extasía ante imágenes definitivas. Las aventuras de Ulises emblematizan el viaje y la acción, la duda y la crítica, la refutabilidad posible de cualquier argumento. La cruz sobre el Gólgota, recortada en un vacilante ocaso, encarna la inamovilidad de lo innegable y la irrefutabilidad de todos los argumentos. Curiosidad y fe: Itaca y el Calvario; Homero y Sócrates de un lado, del otro Cristo...

miércoles, 1 de junio de 2011

LOS DIOSES PRESIDEN LAS EDADES DEL MUNDO...

Los dioses presiden las edades del mundo. Existen gracias a la voluntad de los hombres. Sin hombres, no hay dioses. Los dioses habitan en la soledad de lugares desconocidos y, desde allí, velan por la supervivencia de los hombres. Hay, también, dioses marginados de la conciencia y del sueño humanos. Son deidades menores, inconsistentes, olvidables, prescindibles. Los dioses son la respuesta a las perplejidades del hombre: hechura de sus anhelos, moraleja de su existencia, sentencia de su destino. Los dioses mantienen la confianza del hombre en el mundo. Mueven los hilos del tiempo. Los instantes que dejan alguna huella imborrable en el recuerdo de la historia son aquéllos en que los hombres hicieron posible sus sueños identificándolos a alguna deificación. En el rostro de los dioses se reflejan las ilusiones de los hombres. También el temor humano es artífice de los dioses. Muchas veces fue el terror quien les dio vida.