“… repugnancia por los tumultos que son esencia última del cuartel.” Mario Briceño Iragorry: El regente Heredia o la piedad heroica
Lo que ha venido sucediendo en Venezuela en los últimos lustros revela hasta qué punto lo que para algunos pareciera resultado, para otros es inconclusión y caos; y lo que para unos es oferta y promesa, para otros no es sino pantomima y alharaca. El asunto es saber hacia donde dirigimos nuestras miradas y donde colocamos nuestros énfasis. Cuál es el tamaño de nuestra ingenuidad y cuál –parafraseando a Borges- el de nuestra esperanza.
Desgarrado espacio de una descomposición desde tiempo atrás
anunciándose; permanente rumbo hacia un deterioro donde fueron sumándose códigos
nuevos, viejas fórmulas e incesantes griteríos que intentaban imponer la
obediencia ante una solitaria razón; y un tiempo, un tiempo nuevo que parecía
enumerar sin sumar y restar sin aprender, multiplicó vacíos y desperdicios,
refutó armonías y se deshizo en medio de muchísimas cenizas. El resultado final
ha sido la destrucción de la voz ante la irracionalidad de las vociferaciones;
la fuerza de la palabra sensata ahogada por los gritos que apelan solo a la
insensatez.
Los venezolanos contemplamos, ahora, la descarnada conclusión de
algo que comenzó con la imposición de un fenómeno anteriormente inexistente dentro
de nuestra historia: el culto a la personalidad; algo que iba mucho más allá de
la tradicional admiración u obediencia al caudillo –político o militar- tan
frecuentemente reiterado en tierras venezolanas.
El culto a la personalidad se emparentaba, ahora, a una ideología impuesta:
patraña intelectual –no inteligente- que a partir de una única verdad o una
solitaria respuesta pretende explicarlo todo, justificarlo todo, definirlo
todo, alentarlo todo para todos y en todo momento. Que todos piensen igual, que todos amen eso
que se les obliga a amar, que todos odien lo que otros deciden que es preciso
odiar; que todos tengan los mismos sueños, los mismos principios y valores; que
todos digan lo mismo, vociferen las mismas consignas, profieran los mismos
insultos; que un pensamiento único se apodere de todas las conciencias… Es el
anhelo de ciertas ideologías, convertido, sin embargo, en pesadilla de la
convivencia humana, en infierno hecho realidad social.
La ideología arrastra a la inmensa
mayoría hacia la esclavitud de la sumisión; y a otros, a una ínfima minoría,
los convierte en los verdugos para la mayoría. La ideología no establece
matices; no hay en ella medias tintas ni espacio para la inevitable paradoja o
la insoslayable contradicción en los comportamientos y acciones humanas.
Las personas adocenadas por la
ideología son incapaces de discernir por sí mismos; y lo más inconcebible es que
intelectuales, pensadores que hubiesen debido naturalmente permanecer al lado
de sus voces, esto es, de sus argumentos surgidos de su experiencia y de su
tiempo, sean los principales propaladores de versiones que impiden a los seres
humanos enfrentar la vida por ellos mismos.
Y, precisamente, una de las más trágicas y grotescas secuelas de ese
propósito por responder a todas las incertidumbres humanas con un pensamiento
único, es la del ya mencionado “culto a la personalidad”: devoción a un jefe transformado
en paradigma supremo, definitiva consecuencia de las ilusiones de una nación.
El culto a la personalidad pretende la más absurda simpleza:
reducir la irreductible realidad humana a una voluntad individual que exige la ciega
admiración y la ciega obediencia de todos. Nada más absurdamente reaccionario y
antidemocrático, nada menos inteligente que esa respuesta a todas las
necesidades sociales dibujada sobre una figura única ornada con colores de
salvador supremo o comandante eterno o máximo y único líder por los siglos de
los siglos…
La historia reciente nos hizo conocer dolorosamente a los hombres
la presencia de ciertos rostros providenciales que, en su voluntad, convirtieron
el destino de sus naciones –y aún del mundo- en terribles tragedias. Allí está
la Alemania del nacionalsocialismo, la Unión Soviética de Stalin, la China de
Mao, la Cuba de Castro, la Corea del Norte de toda una dinastía familiar.
El tiempo de las naciones está escrito en sus instituciones y
leyes, en tradiciones acatadas; en la historia de todos los días entendida como
continuidad de costumbres y significado de muchas rutinas colectivas. El itinerario
de los pueblos debería apoyarse en una mayor fe en las instituciones públicas, una
mayor confianza en la capacidad de los seres humanos para apoyar su propio
crecimiento; y, desde luego, en definitivas apuestas por una educación que se
proponga desarrollar un carácter ético en quienes aprenden.
La educación ética es el sustento esencial de todas las
democracias. Sin ciudadanos educados en la convicción absoluta de la libertad,
del diálogo necesario y de la tolerancia; muy familiarizados con la separación
necesaria de los poderes públicos y la imprescindible alternabilidad de las
opciones políticas, es imposible cualquier forma de convivencia realmente democrática.
Creer en una educación que nos lleve a fortalecer las instituciones
será una manera de entender el sentido de la responsabilidad civil. Será creer en
una historia conocida como la suma de numerosos capítulos y no la resta de casi
todos los espacios y momentos. Será creer en el respeto a una tradición que
señala la coexistencia de muchos dentro de un mismo espacio y a lo largo de las
épocas. Y, desde luego, será apostar al más profundo de los rechazos a la
voluntad absoluta de uno o de unos pocos guiando los destinos de todos.
Resulta absurdo que un sistema de gobierno que se dice democrático
se proponga, por la fuerza de las armas o la perversión de la justicia, la
aplastante imposición de alguna versión ideológica, el rechazo represivo a toda
forma de disenso.
Frente
a la ideología siempre insuficiente -como todas las herramientas del
pensamiento que pretenden igualar las razones y reacciones humanas- se yergue el
reconocimiento de la libertad individual como bien supremo y punto de partida
de todo cuanto es legítimamente humano. Una educación que refuerce las
conciencias democráticas y sepa dar forma a la enseñanza de una ética postuladora
de ideales y valores necesarios y justos, será la mejor manera de luchar por
una más humana convivencia y erigir una eficaz defensa contra toda forma de tiranía.