sábado, 28 de abril de 2018

UN -IMPOSTERGABLE- ACERCAMIENTO A DON RÓMULO GALLEGOS


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Acercamiento: aproximación a las cosas desde una perspectiva propia: desde una manera nuestra, personal, de distinguir, ver, entender, recordar, desear… Hoy, en la Venezuela de este año 2018, evocar a Rómulo Gallegos, acercarnos a él, es una forma de pensar esa historia venezolana que hubiese debido ser, de esa historia que venezolanos como Rómulo Gallegos esperaron que fuese.
Gallegos comienza a escribir en el año de 1909. Junto a un grupo de amigos -Julio Planchart, Salustio González, Julio Rosales y Enrique Soublette- funda una revista: La Alborada. En ella escribe una serie de artículos relacionados, principalmente, con dos temas: la necesaria formación política del pueblo venezolano y la educación posibilitadora de esa formación.
Un año después, Gallegos publica una serie de cuentos, en su mayoría en la célebre revista El cojo ilustrado. Haré aquí referencia a dos de ellos: “La rebelión” y “Los aventureros”. En ambos el tema es similar: la relación entre un individuo culto y educado y otro primitivo y bárbaro. Los dos relatos desarrollan y finalizan su trama de igual manera: dependientes ambos personajes el uno del otro, a la larga, predominará la fuerza primitiva del bárbaro, quien impone su signo de barbarie por sobre la cultura y superior educación del otro.
Era una visión que todo tenía que ver con el referente nacional. Por casi un siglo, desde el fin de la Guerra de Independencia, había predominado en Venezuela la figura del militar afortunado; del arrojado protagonista en los campos de batalla e impuesto por las circunstancias como el nuevo dueño del país. Para siempre rezagados, los viejos grupos dominantes del pasado colonial, los mantuanos, apenas sobreviven a la sombra del todopoderoso reciente caudillo, convertidos en sus áulicos aduladores. Los escasísimos intentos civilistas, como el de José María Vargas parecían destinados a fracasar en Venezuela.
La novelística venezolana de finales del siglo XIX y comienzos del XX reitera una y otra vez el mismo panorama: la humillación de las viejas clases aristocráticas desplazadas por el caudillo y sus inmediatos allegados: absolutos beneficiarios de cargos públicos y saqueadores de los escasos bienes de la nación. Todo un pueblo de Miguel Eduardo Pardo, Idolos rotos y Sangre patricia de Manuel Díaz Rodríguez, El cabito de Pío Gil, Vidas oscuras de José Rafael Pocaterra (así como su muy célebre Memorias de un venezolano en la decadencia), El hombre de hierro y El hombre de oro de Rufino Blanco Fombona... En todas ellas, las viejas clases educadas apenas sobreviven; mientras el pueblo llano, por su parte, pareciera absolutamente incapacitado para superarse…
Una novela es, por sobre todo, la construcción de una atmósfera, de un universo donde personajes, trama y  escenarios están relacionados en la propia mirada y en la intención del autor. Gallegos, hijo de su tiempo, recrea en sus cuentos y en su primera novela, Reinaldo Solar (1920, escrita en 1913) parecidas premisas -todo está mal en Venezuela- y parecidas conclusiones -pareciéramos condenados a no salir nunca de este marasmo. Sin embargo, introduce una importante variante: sí, el bárbaro, el hombre de presa es más fuerte y domina el escenario social, pero no necesariamente por la debilidad de los grupos antiguamente dominantes, por su flaqueza o incapacidad, sino a causa de una falta de ética y la ausencia de ideales de todo el pueblo venezolano en general. De esta manera, la escritura de Gallegos no solo condena, también propone. Apuesta por una necesidad de inculcar ideales, de formar ciudadanos a través de la educación, de establecer espacios de convivencia democrática... En suma: solo la ética, los valores y los principios lograrán vencer a la barbarie y sus secuelas.
En Reinaldo Solar, su protagonista, un joven heredero de las antiguas clases patricias, está lleno de entusiasmo por transformar al país, por enrumbarlo hacia un necesario progreso; pero -y es un inmenso pero- carece de lo más esencial: constancia, tesón, empeño. Su entusiasmo está condenado a ser desperdicio y, a la larga, rotundo fracaso. La segunda novela de Gallegos, La trepadora (1925), señala un cambio importante: su desenlace es optimisma. Sobre esto, el propio autor escribe en una carta al poeta Fernando Paz Castillo: “Este asunto ha sido para mí, objeto de un cariño especial: es mi primer libro optimista y estoy satisfecho de haberle dado este carácter: lo reclamaba, además, la naturaleza de las cosas: La trepadora es ansia de mejoramiento y, por lo tanto, implica confianza en el porvenir. Hasta ahora nuestra historia ha sido amarga y desesperanzada, pero creo que ya es tiempo de amar y confiar un poco. El hábito pesimista me llevó a darle al boceto de esta novela una solución trágica (...) mas por sobre mi voluntad consciente, la trama del asunto y el determinismo de los caracteres tendieron ellos solos, puede decirse, a la solución optimista”.
En mi tesis doctoral, escrita hace ya bastantes años, Rómulo Gallegos: la realidad, la ficción, el símbolo, destaqué la coincidencia de estas intenciones esperanzadoras de Gallegos con la conclusión de otra novela no “condenatoria” de la época: En este país de Luis Manuel Urbaneja Achelpohl. Dije entonces: “En este país inicia un rumbo nuevo en los temas y perspectivas que la literatura criollista había venido desarrollando en Venezuela. Plantea las cosas de otra manera. Invierte viejos argumentos. En ella se comienza por establecer el valor de lo autóctono: un primer paso en la propuesta de que los venezolanos debíamos comenzar a aceptarnos en lo que éramos; descubrirnos más a nosotros mismos en nuestros signos y en la peculiaridad de nuestros itinerarios.
Para Urbaneja A., la historia venezolana es el itinerario construido por los propios venezolanos, y el caudillismo una secuela “natural” de ese  itinerario. Algo así como el acatamiento de la barbarie en la esperanza de que de ella pueda, a la larga, surgir algo positivo para Venezuela (idea ésta ampliamente vociferada por algunos de los intelectuales que apoyaron la dictadura de Juan Vicente Gómez, sosteniendo la tesis de un “gendarme necesario” encargado de salvaguardar la paz y el orden nacionales). Es ésta la gran diferencia entre la “aceptación” propuesta por En este país y la mirada que venía anunciándose en Gallegos, quien jamás aceptará un desenlace positivo para la barbarie. Para Gallegos es del todo inadmisible el culto al héroe, la mitificación del guerrero, la aceptación del “hombre de presa” como una secuela de nuestra historia nacional.
Lo que sí acepta Gallegos, como legado de nuestro itinerario histórico, es el individualismo, la posibilidad de que obras individuales realizadas por seres humanos en su particular espacio, en la constancia y compromiso de sus principios y en el apoyo de una ética, sean la válida respuesta ante un medio en el que demasiadas cosas -respeto a la ley, costumbres, tradiciones, instituciones públicas- están ausentes. Como había escrito él mismo en su artículo “Necesidad de valores culturales” (1912): “En este país donde no existen conciencia ni voluntad colectivas, todo lo ha realizado la acción individual señera y desembozadamente".
Después de La trepadora será, en el año 1929, el turno de Doña Bárbara: inicio de un nuevo itinerario; o, quizá, de ese desenlace que venía aunciándose desde un tiempo atrás. El símbolo novelesco encarnará ahora en la imagen de Santos Luzardo: personaje venido de la ciudad e inmerso en la agreste realidad del llano, logra derrotar a la barbarie no solo por su mayor cultura o educación, sino por su voluntad individual, por su ética asentada en el idealismo y la perseverancia.
Como todo verdadero creador, Gallegos siente, sabe, que su trabajo precisa de un destino. Su arte le pertenece, claro, pertenece a su propia historia personal. Él escribe porque ama hacerlo; pero, además y sobre todo, escribe para… En su caso: ilustrar un ideal de país, un proyecto de nación; convertir su obra en espacio de comunicación donde muchos venezolanos puedan comulgar con sus verdades conquistadas, con sus más profundos anhelos personales. Gallegos sueña con un mejor país; y su sensibilidad, su inteligencia y su imaginación apuestan por una opción civilista que signifique la erradicación definitiva de caudillos protagonistas de una historia degradada en nepotismo, arbitrariedad y desenfrenada codicia. Sueña Gallegos con el fin de la pesadilla del caudillismo, con la conclusión del culto al héroe, con la desaparición de una indeclinable espera nacional por seres providenciales destinados a encarnar la historia del país…
Y en las aulas del viejo Liceo Caracas, Gallegos había compartido esos sueños suyos con ciertos alumnos: Rómulo Betancourt, Raúl Leoni, Jóvito Villalba, Luis Beltrán Prieto Figueroa… Protagonistas todos ellos de buena parte de la vida política venezolana del siglo XX; dignos responsables de más de cuarenta años de la genuina, de la auténtica democracia que logró vivir Venezuela entre 1958 y 1999.
Recordar hoy, en el año 2018, al maestro Rómulo Gallegos, es recordar lo mejor de nuestra cultura nacional. Es evocar la voluntad civilista, la pasión democrática, la vocación genuinamente republicana y algunos de los más nobles y dignos gestos de un personaje carente de proclamas, arengas, vociferaciones altisonantes y enfáticos delirios, dueño solo de la trascendente belleza de su voz y la contundencia de su visión patriótica. Es recordar a un inspirador de ideales de genuina convivencia democrática rigiendo, al fin, los destinos de nuestra dolida Venezuela.

domingo, 22 de abril de 2018

JUNTO A NUESTRAS VOCES...



Junto a nuestras voces acompañar el flujo de los días, identificando en ellos un sentido de camino.


domingo, 15 de abril de 2018

HOY LA CIENCIA...



Hoy la ciencia acepta lo que siempre supo la poesía: la razón sola es insuficiente para realmente entender. El poético fue el más antiguo modo de conocimiento. Solo más tarde, mucho más tarde, después de la religión, llegaría para los hombres la noción de una Razón necesaria para poder comprender. Pero tanto en el terreno de la ciencia como en el del arte existen –deberían existir- idénticos sentidos de compromiso y de respeto. En el caso del arte, una necesaria coherencia entre la fuerza de la expresión estética y la validez de sus expresadas verdades; en el de la ciencia, una reconciliación entre lo creado y el compromiso con el destinatario de la creación.
Existe, también, un significado ético en la actitud necesariamente esperanzada de todo creador. No se trata de atender de éste banales formas de optimismo sino de que exista en él la absoluta convicción de ser capaz con su creación de aportar algo enriquecedor al itinerario humano.
La ciencia que comunica al ser humano con los afueras, la poesía que lo relaciona consigo mismo; aquélla que interroga el mundo exterior desde leyes que –suponemos- lo rigen; ésta que se propone entenderlo desde valoraciones y comprensiones subjetivamente humanas… Unas y otras: respuestas de la ciencia y respuestas poéticas: ecos, proyecciones; quizá insuficientes, pero siempre signos de actitudes que hablan, por igual, de posibilidad, de verdad, de esperanza...