viernes, 13 de mayo de 2016

LUGARES VERDADEROS II

Alguna vez se refirió Nietzsche a ese sitio personal e íntimo que vamos construyendo a lo largo de nuestra vida y termina por convertirse en mezcla de morada y de prisión; espacio desde el cual, íntimamente definimos el universo que somos o creemos ser. Juan Ramón Jiménez, por su parte, también se refiere a ese lugar donde: “todo se ve a la luz de dentro, todo es dentro.”
Nuestro adentro: sitio donde nos reconocemos en ese tiempo nuestro hecho de recuerdos y aprendizajes. Frente a la exterioridad infinita se yergue el lugar donde nuestra conciencia se encierra. Toda la compleja y contradictoria realidad que somos habita allí. Allí reside, también, nuestra memoria y nuestra ansia de porvenir; la esperanza de que la realidad de la cual no podemos escapar no nos defraude; el deseo de que nuestra condición de caminantes nos sostenga hasta un destino final.
Desde nuestro centro, siempre dentro de él, vamos construyendo nuestro otro espacio primordial: el camino. En éste, todo habla de voluntad, metas y propósitos. En el cumplimiento de ciertos designios y en cada una de nuestras horas, aún las más oscuras, vamos forjando nuestro rostro caminante; viendo transformarse verdades y perspectivas, ilusiones y certezas… Más firmes nuestras certezas, más firme también nuestro camino. Más cercanos a nuestros pasos, más seguros de ellos, más certeros también los sitios construidos y más luminoso el recuerdo del tiempo vivido.
El camino está hecho de saber y de ignorancia; de allí su impredecibilidad, o, lo que es lo mismo: su signo de interminable aprendizaje. En el camino somos eternos aprendices. Y nos acercamos a cada logro y a cada uno de nuestros fracasos apoyándonos en el reconocimiento tanto de nuestra fortaleza como de nuestra vulnerabilidad; algo que debería tener como consecuencia una humana sabiduría sustentada en la humildad y la precaución, en límites donde colocarnos siempre en íntimo acuerdo con nosotros mismos.
En el camino es muy fácil perder el rumbo o ver detenida cualquier forma de fluidez. En todo caso, es imposible o insostenible el sopor dentro del camino. También es inútil pretender borrar recuerdos en él. Solo cabe esperar que el tiempo los extinga; pero el tiempo, caprichoso, rara vez complace nuestros deseos. Permanecemos, pues, a merced de ciertas imágenes empeñadas en no ignorarnos. El muy racional propósito de ser nosotros quien las ignoremos es imposible de cumplir; y, enquistadas en el día a día, ciertas visiones terminan por contaminar ilusiones, esfuerzos, proyectos…
Sentido de un camino que es itinerario de definidos derroteros (el camino siempre ha de ser definido. No existe tal cosa como un camino indefinido. La vaguedad en el camino solo puede ser tránsito; nunca camino).
Frente a la imposible repetición real dentro de nuestro camino recorrido, pareciera, sin embargo, existir cierta circularidad posible en su interior. Algo que recuerda al ouroboros, esa serpiente que se muerde la cola; interminable reencuentro del ayer con el hoy, del antes y el después. Reencuentro que pudiera significar el aprendizaje a partir de nuestros errores.
Acaso una de las grandes ilusiones de todo caminante: acceder a esa tan anhelada segunda oportunidad; lograr avanzar en escenarios donde sea posible corregir viejas equivocaciones. En suma: revivir el tiempo: deseo traducido como una necesidad por acogernos al saber de nuestra propia experiencia. Reiteración expresada como un mayor conocimiento de nosotros mismos y una madura cercanía a sentimientos que aceptamos y no nos avergüenza mostrar. Aliciente, también, de uno de los sentidos del camino: conquistar lo anteriormente inconquistable, esperanza en nuevos desenlaces que logren rescatarnos de viejos momentos fallidos.

El tiempo, constructor de espacios, posee muchas formas; en ocasiones, es profundamente contradictorio; otras, resulta incomprensiblemente reiterativo. A veces, la absurda paradoja se impone y en nuestros recorridos pareciéramos muchas veces oponernos a nosotros mismos, vulnerarnos por desaciertos que hubiésemos podido evitar. Uno de los signos más grotescamente absurdos de la condición humana: caer por la propia mano, debilitarse conscientemente. La única respuesta posible es la reinvención, visión de un posible renacimiento a partir de esa experiencia traumática que nos ha confrontado con nosotros mismos. El arrepentimiento, la desolación no podría sino acercarnos a nuestros espacios construidos. Acogernos a la esperanza de que las cosas pueden cambiar porque el tiempo dentro del camino suele construirse en etapas sucesivas. Aceptar nuestras heridas reconociendo fracasos y errores; aceptar nuestra propia vulnerabilidad, y proponernos recomenzar apoyados en una voluntad de renacer al lado de la ilusión por alcanzar un final que no contradiga nuestros espejismos.