Alguna vez se refirió Nietzsche a ese sitio personal e íntimo que vamos
construyendo a lo largo de nuestra vida y termina por convertirse en mezcla de
morada y de prisión; espacio desde el cual, íntimamente definimos el universo
que somos o creemos ser. Juan Ramón Jiménez, por su parte, también se refiere a
ese lugar donde: “todo se ve a la luz de dentro, todo es dentro.”
Nuestro adentro: sitio donde nos reconocemos en ese tiempo nuestro
hecho de recuerdos y aprendizajes. Frente a la exterioridad
infinita se yergue el lugar donde
nuestra conciencia se encierra. Toda la compleja y contradictoria realidad que
somos habita allí. Allí reside, también, nuestra memoria y nuestra ansia de
porvenir; la esperanza de que la realidad de la cual no podemos escapar no nos
defraude; el deseo de que nuestra condición de caminantes nos sostenga hasta un
destino final.
Desde nuestro centro, siempre dentro de él, vamos
construyendo nuestro otro espacio primordial: el camino. En éste, todo habla de voluntad, metas y propósitos. En el cumplimiento de
ciertos designios y en cada una de nuestras horas, aún las más oscuras, vamos
forjando nuestro rostro caminante; viendo transformarse verdades y perspectivas,
ilusiones y certezas… Más firmes nuestras certezas,
más firme también nuestro camino. Más cercanos a nuestros pasos, más seguros de
ellos, más certeros también los sitios construidos y más luminoso el recuerdo
del tiempo vivido.
El camino está hecho de saber y de ignorancia; de allí su
impredecibilidad, o, lo que es lo mismo: su signo de interminable aprendizaje. En
el camino somos eternos aprendices. Y nos acercamos a cada logro y a cada uno
de nuestros fracasos apoyándonos en el reconocimiento tanto de nuestra fortaleza
como de nuestra vulnerabilidad; algo que debería tener como consecuencia una humana
sabiduría sustentada en la humildad y la precaución, en límites donde colocarnos
siempre en íntimo acuerdo con nosotros mismos.
En el camino es muy fácil perder el rumbo o ver detenida cualquier
forma de fluidez. En todo caso, es imposible o insostenible el sopor dentro del
camino. También es inútil pretender borrar recuerdos en él. Solo cabe esperar
que el tiempo los extinga; pero el tiempo, caprichoso, rara vez complace nuestros
deseos. Permanecemos, pues, a merced de ciertas imágenes empeñadas en no
ignorarnos. El muy racional propósito de ser nosotros quien las ignoremos es imposible
de cumplir; y, enquistadas en el día a día, ciertas visiones terminan por
contaminar ilusiones, esfuerzos, proyectos…
Sentido de un camino que es itinerario de definidos derroteros (el
camino siempre ha de ser definido. No existe tal cosa como un camino
indefinido. La vaguedad en el camino solo puede ser tránsito; nunca camino).
Frente a la imposible repetición real dentro de nuestro camino recorrido,
pareciera, sin embargo, existir cierta circularidad posible en su interior.
Algo que recuerda al ouroboros, esa
serpiente que se muerde la cola; interminable reencuentro del ayer con el hoy,
del antes y el después. Reencuentro que pudiera significar el aprendizaje a
partir de nuestros errores.
Acaso una de las grandes ilusiones de todo caminante: acceder a
esa tan anhelada segunda oportunidad; lograr avanzar en escenarios donde sea
posible corregir viejas equivocaciones. En suma: revivir el tiempo: deseo
traducido como una necesidad por acogernos al saber de nuestra propia
experiencia. Reiteración expresada como un mayor conocimiento de nosotros
mismos y una madura cercanía a sentimientos que aceptamos y no nos avergüenza
mostrar. Aliciente, también, de uno de los sentidos del camino: conquistar lo
anteriormente inconquistable, esperanza en nuevos desenlaces que logren
rescatarnos de viejos momentos fallidos.
El tiempo, constructor de espacios, posee
muchas formas; en ocasiones, es profundamente contradictorio; otras, resulta
incomprensiblemente reiterativo. A veces, la absurda paradoja se impone y en nuestros
recorridos pareciéramos muchas veces oponernos a nosotros mismos, vulnerarnos
por desaciertos que hubiésemos podido evitar. Uno de los signos más
grotescamente absurdos de la condición humana: caer por la propia mano,
debilitarse conscientemente. La única respuesta posible es la reinvención, visión
de un posible renacimiento a partir de esa experiencia traumática que nos ha
confrontado con nosotros mismos. El arrepentimiento, la desolación no podría sino
acercarnos a nuestros espacios construidos. Acogernos a la esperanza de que las
cosas pueden cambiar porque el tiempo dentro del camino suele construirse en etapas
sucesivas. Aceptar nuestras heridas reconociendo fracasos y errores; aceptar
nuestra propia vulnerabilidad, y proponernos recomenzar apoyados en una voluntad
de renacer al lado de la ilusión por alcanzar un final que no contradiga
nuestros espejismos.