miércoles, 10 de julio de 2013

LA UNIVERSIDAD COMO ESPACIO ÉTICO



Ética: voz griega que originalmente significó lugar, sitio; posteriormente, referencia a la ubicación del alma humana: el territorio donde reposa todo carácter individual. Esa noción, utilizada por Aristóteles, llega hasta nuestros días en la acepción que hoy le damos: idiosincrasia de un individuo; su temple: personalidad apoyada en esos valores con que sustenta su relación con el mundo y los otros; con esos principios que determinarán su conducta, su manera de actuar y sus propósitos, también sus sueños y convicciones. En tal sentido, la universidad es un espacio esencialmente ético. No es sólo un centro de altos estudios destinado a acumular conocimientos o a producirlos. Es también el lugar donde un estudiante generalmente joven -ya no el niño que dejó atrás el colegio; ni el adulto formado o deformado, incapaz ya de cambiar sus perspectivas- tiene aún mucho que aprender: a dar y a darse en su vocación y en sus deseos de aprendizaje en ese momento de su vida en el que realmente empieza a conocerse.
Como muchas veces he dicho a mis estudiantes universitarios: no es concebible un buen profesional que sea una miseria humana; ni, tampoco, un buen profesional ignorante de cuanto no pertenezca a su limitada área de especialización. La universidad debe formar seres humanos que sean, también, profesionales. Y ese doble concepto: formar buenos profesionales y buenas personas es el absoluto opuesto a cualquier imagen de adoctrinamiento.
Adoctrinamiento significa imposición: de catecismos, de consignas, de respuestas aplastantes y únicas; alude a masas ideologizadas, a homogéneas colectividades seguidoras de algunas “definitivas” verdades desde las cuales discriminar a todo quien piense diferente. El ideólogo es un personaje que, por sobre todo, teme a su libertad; y ese temor lo arrastra a sumisas y tranquilizadoras obediencias.

La universidad no existe ni para adoctrinar ni para formar ideólogos. Eso reduciría miserablemente su propósito. Sería, de hecho, el fin del ideal universitario. No se entiende, no entiendo, una universidad empeñada en hacer de sus estudiantes seres obedientemente entregados a la repetición de algunos argumentos junto a los cuales alcanzar el más triste, el más lamentable de los resultados: dividir el universo entero entre quienes piensan como nosotros; y los otros: todos los demás.

lunes, 8 de julio de 2013

SOBRE LA UNIVERSIDAD… VII

Nuestra contemporaneidad posee un dios principal: la velocidad. Lo acompañan otras deidades: la eficacia y la competitividad; y, también, una superstición: la de la imprescindible interacción de esfuerzos y logros dentro de un orden social cada vez más interdependiente. A ninguna de esas imágenes podría ser ajena la universidad. Ella, en tanto estructura creada por el hombre para su propio beneficio y desarrollo, tiene en su vinculación al tiempo que la entorna, una esencial razón de sentido, de vigencia y de fuerza.
La cercanía de la universidad a su circunstancia socio-histórica, más que una opción, es, hoy por hoy, una necesidad. Tal vez sea mayor la urgencia en nuestras sociedades latinoamericanas, que, sin estructuras excesivamente fortalecidas por el uso o la tradición, deberían descubrir en las universidades un irremplazable espacio de referencia de su rumbo cultural. En toda universidad conviven la técnica y la ciencia, el arte y las humanidades; esa universalidad es espacio céntrico desde el cual una alta casa de estudios logra irradiar su influencia sobre la sociedad toda. En las universidades trabajan frecuentemente los profesionales mejor preparados de la sociedad, que ésta no aproveche debidamente ese potencial luce como una lamentable y grotesca falta de sentido común.


sábado, 6 de julio de 2013

SOBRE LA UNIVERSIDAD… VI


En su libro La otra voz, comenta Octavio Paz: “los poetas se refugian en las universidades, como en la Edad Media, pero sería funesto que abandonasen la ciudad”. De más está decir que el poeta no puede abandonar la ciudad de la misma manera que la poesía no podría abandonar la vida; pero, a fin de cuentas, la poesía, que merece vivir en todas partes, también merece hacerlo en las universidades. Universidades capaces de aceptar a la imaginación como una de las formas más amplias de la sabiduría humana; capaces de aceptar, también, que razones poéticas y científicas pueden coexistir porque unas y otras no son sino complementarias expresiones de lo humano; universidades en condiciones de permitir  a ciertos seres de palabras trabajar con dignidad el hallazgo de su voz, y, también con dignidad, expresarlo. Quizá he idealizado el espacio universitario. No lo niego: es el lugar donde he trabajado por veinte años. El lugar en que me he sentido feliz de poder escribir, siempre en sosiego y en asilo, mi propia palabra.

miércoles, 3 de julio de 2013

SOBRE LA UNIVERSIDAD… V

En el encuentro de rectores celebrado hace ya bastantes años en la Universidad Simón Bolívar, tuve oportunidad de escuchar la conferencia del Rector de la Universidad española de Alcalá de Henares. Entre sus palabras, destacó una idea particular: la de que las universidades habían perdido, históricamente, un espacio que alguna vez había sido suyo. Comentaba el Rector Gala Muñoz que, por ejemplo, su propia universidad  había conocido en el pasado una importancia y grandeza hoy, sólo concebibles en el terreno de las grandes compañías transnacionales. El espacio universitario -y era una de las tesis del Rector- no podría volver a ser eso que, alguna vez, había sido. Baste pensar lo que significaron dentro de la historia de la cultura europea nombres como el de Salamanca o la Sorbona, para comprender hasta qué punto los significados de una universidad referencia de su tiempo han ido debilitándose.
En su libro El alma matinal, el escritor peruano José Carlos Mariátegui, prolijamente describe el símbolo de la torre: metaforización -dice- de un tiempo de feudalismo y aristocrático individualismo; tiempo de "náusea del vulgo". El medioevo -recuerda Mariátegui- impuso la torre como una forma genuinamente suya, emblema de su concepción del mundo. Los griegos no usaron torres en su arquitectura ni en sus ciudades. El pueblo griego fue un pueblo de ágoras, de foros, de democracia. Los romanos descubrieron lo monumental, la mole. La torre es solitaria y aristocrática; la mole, multitudinaria y anónima. Después de la universal grandeza  del Imperio Romano, el espíritu de la Edad Media volcó sobre la torre su imaginería más frecuente. Europa toda se pobló de castillos y éstos, pétreamente, tallaron en torres su símbolo de aislamiento y  poder.
Compañeros del castillo fueron los monasterios. Centros del saber universal por varios siglos, las abadías de las más poderosas órdenes religiosas fueron, también, grandes centros de saber. Los monasterios fueron como torres: encerrados en sí, solitarios, distantes. La ciudad sucedió al castillo; la universidad, al monasterio. La ciudad era multidudinaria y universal; la universidad, elitesca y mundana. El monasterio, que por mucho tiempo, había mirado hacia el cielo, se prolongaba en una universidad que contemplaba la tierra. El destino de la universidad era el mundo, el tiempo del hombre. Ese destino constituyó su fuerza y, también, su historia. Universidades y ciudades anuncian el fin de la Edad Media. El Renacimiento -y sus signos: individualismo, liberalismo, mercantilismo- significó el inicio de la irreversible decadencia de la torre. En nuestros días, los grandes rascacielos parecieran ser una variante contemporánea de la torre medieval; en realidad, multitudinarios y fríos, ellos no se asemejan a la torre sino más bien a la mole: recuerdan la anonimia del dinero y la metaforización suprema de la esencial protagonista de nuestro mundo de hoy: la plutocracia.

Oyendo al Rector de la Universidad de Alcalá hablar de un pasado tiempo universitario de mayor fuerza y trascendencia, recordé las páginas de Mariátegui sobre la Edad Media y la torre. Evolución de un mundo y de sus formas. También la universidad ha evolucionado. Y debe seguir haciéndolo. Por muchos siglos, ella ha ocupado el importantísimo espacio de la dignidad del saber. De la universidad de ayer a la de hoy: lo que persiste es esa dignidad asociada a mérito intelectual, elitismo del conocimiento, excelencia. El culto a la productividad y al beneficio es otra cosa: él se relaciona con las poderosas transnacionales, ellas sí, protagonistas de un mundo que mide y contabiliza en exceso. Tenía razón el Rector de la Universidad de Alcalá de Henares: a lo largo del tiempo, el espacio universitario se redujo en beneficio de otros espacios. Reflexionando sobre eso, sólo se me pudo ocurrir un comentario: ¡lástima!.

martes, 2 de julio de 2013

SOBRE LA UNIVERSIDAD… IV


La Universidad es un territorio sometido a leyes propias; un sitio cuyos límites están trazados por esfuerzos y propósitos, por ideales y sueños. Como dije alguna vez, más que un lugar, ella es un símbolo, un emblema de anhelos tan viejos como el hombre. Fue siempre lugar de privilegio, de aislamiento, de quietud. Desde luego, la universidad se debe a su sociedad, para ella vive. Jamás podría permanecer aislada de su circunstancia. Y, sin embargo, precisa también de cierto repliegue frente al ajetreo de su tiempo para conservarse necesariamente cercana a su propia irrealidad. El rumbo de la Universidad sigue su propio ritmo; y hay algo de afirmativo, de inmutable en ese ritmo que va conduciéndola por derroteros propios, lejos de la febril movilidad y del desasosiego de los días. Todo en la Universidad señala a una comunidad de seres curiosos próximos a sus interrogantes y entregados a la búsqueda de sus hallazgos. Para ellos, para todo genuino maestro, se tratará de sentirse y saberse parte de un ideal y de un esfuerzo compartido alrededor de nociones tales como compromiso y creación, curiosidad y entrega, saber y humanidad...