viernes, 30 de noviembre de 2012

ENFRENTO...


Enfrento mis despropósitos y equivocaciones apoyándome en una visión de destino en la que no podré nunca dejar de creer.

martes, 27 de noviembre de 2012

HE LLEGADO A RECONOCERME...


He llegado a reconocerme en mi tiempo vivido; ahora me propongo llegar a aceptarme en mi tiempo por vivir.

lunes, 26 de noviembre de 2012

EXISTE UN YO...


Existe un yo que se comunica consigo y se apoya en sí, y otro yo que sólo es capaz de comprenderse en medio de la multitud y de convertir sus voces en eco de las voces de los otros y de hacer de sus gestos y muecas un reflejo de las muecas y los gestos ajenos... ¿Se trataría acaso de escoger entre ambos? No, de lo que se trata es de aceptar que las dos opciones existen en los seres humanos; tal vez como algo físico, o, acaso, como una consecuencia de eso a lo que la vida nos ha ido conduciendo. Se trata de que nuestros diálogos y comprensiones propenden, bien hacia el propio mundo interior, bien hacia la vastedad de los afueras. Se trata de movernos por entre familiares espejismos o de desplazarnos con soltura por entre la siempre azarienta realidad. Se trata de girar en torno a nosotros mismos o de hacer de nuestra conciencia permanente comunión con infinitos otros.

domingo, 25 de noviembre de 2012

EL EGOÍSMO PUDIERA SER...


El egoísmo pudiera ser, bien un apoyo, una fuerza; bien una insuficiencia, un debilitamiento o una anulación. En todo caso, no existe otra opción para el ser de palabras que ese egoísmo suyo que convierte el tiempo dedicado a su juego creador tiempo robado a todo lo demás, tiempo sin desperdicio.

viernes, 23 de noviembre de 2012

EN 1894...


En 1894, cuando apenas contaba con veintitrés años, Valéry escribió un curioso ensayo: Introducción al método de Leonardo da Vinci. En él postulaba una versión muy personal de un Leonardo capaz de diseñar un orden universal con el cual sustraerse al caos de la realidad. Lo llamativo era la forma como Valéry convertía a Leonardo en emblema de su propia necesidad de entender el mundo. “No encontré –dice- nada mejor que atribuir al infortunado Leonardo mis propias inquietudes, trasladando el desorden de mi espíritu a la complejidad del suyo. Le infligí todos mis deseos a título de posesiones. Le presté muchas dificultades que me obsesionaban en aquel tiempo, como si él las hubiera encontrado y superado. Cambié mis apuros por su supuesta habilidad. Me atreví a considerarme con su nombre, y a utilizar mi persona. Era falso, pero estaba lleno de vida”.
El propio Valéry pareció aplicar en su vida ese método que había asociado con Leonardo. Entre 1894 y 1945, durante más de cuarenta años, escribió doscientos sesenta y un cuadernos que sumaron un total de veintiséis mil páginas. Escribía todos los días, entre las cuatro y las seis de la mañana, sobre cualquier tema. Ideal de la escritura como orden y, sobre todo, como unidad construida por palabras que son o aspiran a ser coherencia, sentido, suma, norma... Junto a la organización de las voces, regular los interminables instantes que van construyendo nuestro tiempo humano, acaso como una manera de rescatarse el poeta de la confusión y alcanzar cierta armonía dentro y fuera de él. Acaso un ideal; en todo caso, admirable ideal y admirable compromiso del creador.
Alguna vez se refirió Valéry a las razones que lo llevaban a escribir. La primera: procurarse placer y alegría; la segunda, alcanzar con su acto un personal conocimiento de lo nombrado. Alguien comentó alguna vez que en Valéry el académico se alimentaba del poeta; acaso la más bella y exacta de las maneras de definir esos seres de palabras que, de un lado, escriben eso que la razón les dicta, y, por el otro, dibujan con sus voces imágenes surgidas de sus vivencias, ilusiones y sentimientos. Creo que en Francia se cometió una injusticia con Valéry. Su imagen de pensador y poeta pareciera avenirse mal con lo que, a partir de algún momento, se volvería la preferencia del mundo intelectual francés: filósofos empeñados en copiar de los científicos voces, dialectos y ademanes.

jueves, 22 de noviembre de 2012

ALGUNA VEZ...


Alguna vez declaró Goethe que la escritura era un “abuso de la palabra”. Y mucho antes que él, los antiguos griegos distinguieron en la escritura un pálido sucedáneo de la voz oral. Pitágoras sostenía que los libros eran ataduras que mataban el espíritu, mientras que la voz humana era su alimento vivificador; para Platón, la escritura era un insuficiente reflejo de la voz que ella suplantaba, siempre inferior a ésta, incapaz de responder, como sí podía hacerlo un hablante, a las interrogantes que directamente se le formulasen. Para los griegos, para Goethe, para tantos y tantos otros, la verbalidad era colocada muy por encima de una escritura percibida como deformante o entorpecedora de la necesaria fluidez en el diálogo entre los hombres. En realidad, acaso pudiera ser más bien lo contrario: que la escritura corrigiese cierto riesgo siempre presente en la palabra hablada: su rapidez amenazada de improvisación, la fugacidad de sus contigencias, la evanescencia de sus frecuentes titubeos, su fragilidad deudora de tantos circunstancialismos. Por supuesto que también la escritura puede debilitar las palabras: rutinizándolas, frivolizándolas, banalizándolas; pero, quizá a causa de la búsqueda estética que ella precisa, a causa de su mayor conciencia de perdurabilidad y trascendencia, el riesgo sea menor o más conjurable.