La vida: ella es y será siempre lo primero; y de lo que se trata y no podría nunca dejar
de tratarse es de aprender a vivir, valorando lo que
merezca valorarse, esforzándonos por entender lo que realmente importa.
“La existencia –dijo
alguna vez Sartre- no es un regalo y cada quien está obligado a legitimarla con
sus actos.” Y yo añadiría: no sólo con sus actos sino también con sus miradas y
testimonios, con sus creencias y recuerdos, con sus opiniones y convicciones;
en fin, justificarnos en nuestras respuestas y en nuestra búsqueda de
respuestas, así como en ciertas verdades alcanzadas en un incesante diálogo con
el afuera y con nosotros mismos.
Nuestras verdades:
revelaciones que fueron dibujándose alrededor de algunas personales formas de
fe; comprensiones que surgieron, transparentes,
luminosas e irrefutables ante nosotros. Solemos
reconocerlas alrededor de ciertas palabras definitivas. Alguna vez escribí: “Las
palabras felicidad y serenidad son las del final del camino. Las aprendemos
tarde. Saber vivir es saber pronunciarlas”. Hoy añadiría que para llegar a
descubrir esas palabras es preciso haber reconocido antes otras voces
igualmente necesarias: ética, compromiso, responsabilidad, coherencia, voluntad…