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Propongo una
definición de Universidad: lugar donde se vive por y para la búsqueda del
saber; o de una necesaria actitud hacia él apoyada en el rigor, la ética, la
perseverancia, la creatividad… El destino de todo saber es la comunicación; una comunicación apoyada en la
verdad de lo humano y dirigida hacia una exploración de lo necesario y lo posible.
La universidad es una de las más grandes
creaciones de la civilización occidental. Institución dedicada al intelecto, a
la permanente comunicación entre dos seres: maestros y discípulos; éstos,
dispuestos a aprender; aquéllos, dispuestos a transmitir su saber. Creadas en
el siglo XII, las primeras universidades fueron concebidas como sitio de
destino, jamás lugar de paso. Ellas eran la meta definitiva de seres empeñados
en convertir la enseñanza en la razón de sus vidas. El ideal que las acompañaba
interpretaba viejísimos sueños humanos: reunión de saberes y aprendizajes,
utopía del saber, jauja del conocimiento.
Además de autónoma, la universidad medieval
aspiraba a ser original. Se asumía como un mundo dentro del mundo: con sus
propias leyes. Al igual que otros espacios de esa época, pretendía simbolizar un
universo hecho de unidades que aspiraban al absoluto: feudos, monasterios,
ciudades y castillos eran representaciones fragmentadas de la totalidad del
cosmos, pequeños cosmos ellos, a su vez.
El aislamiento
de la universidad fue, tal vez, una secuela de su proximidad a conventos y
monasterios. Los copistas de los conventos eran custodios de la sabiduría del
tiempo pasado. Su misión era proteger el conocimiento del vaivén de las épocas,
de la precariedad y los peligros de un mundo entregado a su propio azar. Las
primeras universidades impusieron importantes diferencias con esos conventos. Se
acercaban a la ciudad, al mundo y al tiempo de los hombres. Su destino ya no
era almacenar saber sino producirlo, comunicarlo. La sociedad era el
destinatario natural de ese conocimiento. El saber de muy pocos de una Edad
Media agonizante, daba paso al conocimiento de un tiempo de nuevas miradas y diferentes
valores.
Desde su
nacimiento, las universidades tuvieron clara conciencia de su designio: ser
formadoras de quienes preservarían la memoria y los saberes de su época.
Sociedad y universidad evolucionarían paralelamente. La universidad simbolizaba
el nuevo mérito de la inteligencia y el conocimiento como fuerza y herramienta
de poder.
Los ideales
universitarios, se comprometían con la verdad y el saber; también, con una
actitud crítica ante cualquier poder. Libre, necesariamente libre ante las
fuerzas que la rodean, la universidad siempre ha carecido de poder propio. Y es
fue y es su potestad; potestad precaria: la acecha constantemente el peligro de
verse vulnerada desde poderes externos.
La forzosa visión de una autonomía
universitaria evoca, por una parte, las viejas prerrogativas de las
universidades medievales; y, por la otra, la urgencia de nunca ceder un ápice de
su libertad a la intromisión indeseada de Estados o Mercados. La defensa de su
autonomía, que es lo mismo que decir la defensa de su dignidad y de su
protagonismo social, siempre será su principal desafío.
A la universidad acuden
jóvenes que se acercan a la vida, junto a una voluntad deudora de ilusiones y
proyectos. Alentar ambos es la misión de maestros encargados de propiciar el encuentro de cada estudiante consigo mismo y con su entorno. Tres esenciales propósitos educativos distinguen a toda
universidad digna de tal nombre: comunicar saberes relacionados con su tiempo
presente; desarrollar en el estudiante una visión amplia, desapasionada y
crítica; y, por último, fomentar en ellos una ética identificada con una necesaria
sensibilidad social. Para eso será absolutamente necesaria la presencia en la
Universidad de eso que comúnmente se conoce bajo el término general de “Humanidades”.
Humanidades,
conocimiento humanístico: saber siempre cercano al hombre, a sus inalienables
derechos; sinónimo de apertura, de
tolerancia, de inclusión, de democracia. Conocimiento antagónico a toda forma
de sectarismo, de pensamiento único, de ideologización, de deshumanizado
mercantilismo…
La universidad prepara al estudiante para
ejercitarse en una profesión entendida como la concreción de su creatividad, de
su inteligencia, de su sensibilidad. No
es posible acercar muy tempranamente al individuo a la conciencia de una
posible vocación. Es algo que solo puede llegar tras cierta esencial madurez en
la persona. Acaso sea el tiempo universitario, ese momento
crucial cuando el joven, dejada ya atrás esa niñez que pudo hacerle creer -si
fue afortunado- en una condición céntrica merecida simplemente por ser él,
entra en una nueva etapa de su vida, generalmente compleja, ardua, en la que comienza
a convivir con el mundo real. Es el momento en que el llamado vocacional empieza
a surgir o a manifestarse más contundentemente. Es también el momento cuando el
joven comienza a comprender su destino de convivencia.
Con su perentoria esencia democrática, la
universidad está obligada a un doble reto: ayudar al joven a su propia
construcción personal y mostrarle la correspondencia entre sus decisiones y proyectos
junto a un insoslayable entorno social.