viernes, 28 de febrero de 2020

UN PARTICULAR ESPACIO


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Propongo una definición de Universidad: lugar donde se vive por y para la búsqueda del saber; o de una necesaria actitud hacia él apoyada en el rigor, la ética, la perseverancia, la creatividad… El destino de todo saber es la comunicación; una comunicación apoyada en la verdad de lo humano y dirigida hacia una exploración de lo necesario y lo posible.
La universidad es una de las más grandes creaciones de la civilización occidental. Institución dedicada al intelecto, a la permanente comunicación entre dos seres: maestros y discípulos; éstos, dispuestos a aprender; aquéllos, dispuestos a transmitir su saber. Creadas en el siglo XII, las primeras universidades fueron concebidas como sitio de destino, jamás lugar de paso. Ellas eran la meta definitiva de seres empeñados en convertir la enseñanza en la razón de sus vidas. El ideal que las acompañaba interpretaba viejísimos sueños humanos: reunión de saberes y aprendizajes, utopía del saber, jauja del conocimiento.
Además de autónoma, la universidad medieval aspiraba a ser original. Se asumía como un mundo dentro del mundo: con sus propias leyes. Al igual que otros espacios de esa época, pretendía simbolizar un universo hecho de unidades que aspiraban al absoluto: feudos, monasterios, ciudades y castillos eran representaciones fragmentadas de la totalidad del cosmos, pequeños cosmos ellos, a su vez.
El aislamiento de la universidad fue, tal vez, una secuela de su proximidad a conventos y monasterios. Los copistas de los conventos eran custodios de la sabiduría del tiempo pasado. Su misión era proteger el conocimiento del vaivén de las épocas, de la precariedad y los peligros de un mundo entregado a su propio azar. Las primeras universidades impusieron importantes diferencias con esos conventos. Se acercaban a la ciudad, al mundo y al tiempo de los hombres. Su destino ya no era almacenar saber sino producirlo, comunicarlo. La sociedad era el destinatario natural de ese conocimiento. El saber de muy pocos de una Edad Media agonizante, daba paso al conocimiento de un tiempo de nuevas miradas y diferentes valores.
Desde su nacimiento, las universidades tuvieron clara conciencia de su designio: ser formadoras de quienes preservarían la memoria y los saberes de su época. Sociedad y universidad evolucionarían paralelamente. La universidad simbolizaba el nuevo mérito de la inteligencia y el conocimiento como fuerza y herramienta de poder.
Los ideales universitarios, se comprometían con la verdad y el saber; también, con una actitud crítica ante cualquier poder. Libre, necesariamente libre ante las fuerzas que la rodean, la universidad siempre ha carecido de poder propio. Y es fue y es su potestad; potestad precaria: la acecha constantemente el peligro de verse vulnerada desde poderes externos.
La forzosa visión de una autonomía universitaria evoca, por una parte, las viejas prerrogativas de las universidades medievales; y, por la otra, la urgencia de nunca ceder un ápice de su libertad a la intromisión indeseada de Estados o Mercados. La defensa de su autonomía, que es lo mismo que decir la defensa de su dignidad y de su protagonismo social, siempre será su principal desafío.
       A la universidad acuden jóvenes que se acercan a la vida, junto a una voluntad deudora de ilusiones y proyectos. Alentar ambos es la misión de maestros encargados de propiciar el encuentro de cada estudiante consigo mismo y con su entorno. Tres esenciales propósitos educativos distinguen a toda universidad digna de tal nombre: comunicar saberes relacionados con su tiempo presente; desarrollar en el estudiante una visión amplia, desapasionada y crítica; y, por último, fomentar en ellos una ética identificada con una necesaria sensibilidad social. Para eso será absolutamente necesaria la presencia en la Universidad de eso que comúnmente se conoce bajo el término general de “Humanidades”.
Humanidades, conocimiento humanístico: saber siempre cercano al hombre, a sus inalienables derechos;  sinónimo de apertura, de tolerancia, de inclusión, de democracia. Conocimiento antagónico a toda forma de sectarismo, de pensamiento único, de ideologización, de deshumanizado mercantilismo…
La universidad prepara al estudiante para ejercitarse en una profesión entendida como la concreción de su creatividad, de su inteligencia, de su sensibilidad. No es posible acercar muy tempranamente al individuo a la conciencia de una posible vocación. Es algo que solo puede llegar tras cierta esencial madurez en la persona. Acaso sea el tiempo universitario, ese momento crucial cuando el joven, dejada ya atrás esa niñez que pudo hacerle creer -si fue afortunado- en una condición céntrica merecida simplemente por ser él, entra en una nueva etapa de su vida, generalmente compleja, ardua, en la que comienza a convivir con el mundo real. Es el momento en que el llamado vocacional empieza a surgir o a manifestarse más contundentemente. Es también el momento cuando el joven comienza a comprender su destino de convivencia.
Con su perentoria esencia democrática, la universidad está obligada a un doble reto: ayudar al joven a su propia construcción personal y mostrarle la correspondencia entre sus decisiones y proyectos junto a un insoslayable entorno social.