La curiosidad hace de cada individuo un aventurero en pos de sus
sueños y sus búsquedas. Es fuerza que lo proyecta fuera de sí mismo, más allá
de sus ahoras y hasta esos lugares donde residen para él la promesa y la
ilusión. Su mayor reto: permanecer curioso, abierto siempre a nuevos aprendizajes
y saberes; conservando inalterable la intención de iniciar proyectos, de
continuar aprendiendo…
Opuesta a la curiosidad, la indiferencia es vacuidad y
conformismo, pasividad estéril, apatía y desinterés, inercia e inconsistencia. La
indiferencia rutiniza gestos y pasos, visiones y actos. Iguala rostros y
comportamientos. Rasa acciones y destinos. Desvanece iniciativas y
descubrimientos. Inmoviliza al indiferente clausurándolo dentro de estrechos
límites y haciendo de su entorno estéril escenario sin finalidad ni
significado. El indiferente es un ser desdibujado. Condenado por voluntad
propia a la resignación y al desinterés, es incapaz de comprometerse. No se
compromete porque ni cree ni valora.
Curiosidad o indiferencia: moverse en el sentido de la una o de la
otra, actuar de acuerdo a la una o a la otra. El curioso, llevado por su
necesidad de entender, imagina rumbos para sus pasos y horizontes. El
indiferente, ciego y sordo a cuanto no sea su inmediata instantaneidad,
sobrevive en medio de una errabundez de ahoras, rodeado de hábitos y
comportamientos siempre iguales a sí mismos.
Al curioso le es impensable no responder a las interrogantes que
lo acosan. El indiferente, sumergido en la imitación de muchos lugares comunes
y muchísimos gestos reiterados, permanece al margen de casi todo. Mientras el
curioso no cesa de indagar en su tiempo, el indiferente se resigna al
sinsentido de su tiempo.