Recuerdo dos frases del pedagogo
brasileño Paulo Freire. La primera: “Decir la palabra verdadera es transformar
el mundo”. La segunda: “Alfabetizarse es aprender a decir nuestra propia
palabra”. En el primer caso, ¿cuál es la palabra verdadera? Ésa que nunca
podría alejarse de las razones éticas de nuestra conciencia. En el segundo
caso: ¿cuál es esa palabra que es solo nuestra? La que, perteneciéndonos, nos
comunica y encuentra con otros, con muchos otros.
Nuestra voz: con ella tomamos partido
ante el tiempo que nos rodea. Y nos proponemos intervenir en él apoyados en esa
subjetividad nuestra conformada por descubrimientos, escogencias y revelaciones
que fueron acercándonos o alejándonos de personas, imágenes, argumentos, proyectos,
ideas…
Lo que vemos y lo que quisiéramos ver; el
ser y el deber ser de cuanto nos rodea. Acaso, en el fondo, las personas nos
parezcamos más de lo que solemos creer. Podría tal vez hablarse
de naturales correspondencias entre la necesidad de un ser humano por
identificar un propósito en su vida y la necesidad de una sociedad por vislumbrar
significados en sus itinerarios; el diseño de la existencia de un individuo y
el dibujo de la historia de una comunidad relacionados en semejantes formas de
voluntad por construir el tiempo de acuerdo a algún significado.