El comienzo venezolano del año 2019 significa
el triste final de un imaginario. La Revolución (o, en el caso venezolano, la
revolución, así con notoria minúscula) concluye junto al espectáculo de una
nación languideciendo en la más espantosa inopia. Tras casi una semana sin luz ni
agua, fallecen enfermos en los hospitales, se recogen de las aguas infestadas
de materias fecales del río Guaire el líquido necesario para hogares a los que,
desde hace meses, no llega el agua.
En el año de 1999, conquistada la primera
magistratura nacional, aparece en la historia venezolana una figura que, de
alguna manera, evoca ciertos personajes de nuestro siglo XIX. Seres
caudillescos, carismáticas individualidades a las que este nuevo gobernante
quiere emular. Rápidamente los venezolanos descubrimos su esencial potestad: no
la valentía ni la acción guerrera real; únicamente la habilidad de hablar y de
hacerlo durante horas, durante días, durante meses, durante años. Hablar y hablar
a lo largo de todos y cada uno de sus desgobiernos caracterizados, precisamente,
por una inagotable elocuencia reflejada en las pantallas de televisión.
Hablar y hablar y hablar: ofreciendo,
anunciando, prometiendo, garantizando, publicitando todo cuanto pueda
imaginarse: construcción de puentes, de autopistas, de ciudades, de fábricas de
toda índole (de helados, por ejemplo, como la anunciada “mayor fábrica de
helados del mundo, Copelia”, que habría de inaugurarse en la yerma península de
Paraguaná); de hablar sobre la transformación del orden mundial, sobre un futuro
planetario regido por una revolucionaria Venezuela.
Era la transformación de las antiguas acciones
guerreras de los viejos jefes de las montoneras de antaño en eyección infinita
de vocablos -siempre en creciente diapasón- acompañados del infaltable aplauso
de los entusiastas del griterío del nunca silente personaje. Caudillo de las
palabras, amo y señor de los gestos, dueño de los desplantes, artífice de ilusiones
sin relación alguna con la realidad, el teniente coronel Hugo Chávez jamás disminuyó
la fuerza de sus gritos, de sus énfasis, de sus infinitas alocuciones.
Al amparo de esa voz inextinguible proliferaron
todas las formas imaginables de corrupción, de abusos de poder, de engañifas, de
inimaginables torpezas e incompetencias, de equivocaciones irreparables. De
esta manera, y con una última alocución designando a ese sucesor suyo que hoy
en día hunde en la absoluta miseria a Venezuela, hemos llegado a este “llegadero”
final de los sueños socialistas, a esta conclusión de promesas revolucionarias,
ahogadas y desvanecidas en este presente venezolano de comienzos del año 2019.