viernes, 15 de febrero de 2019

POPULISMOS... ¿REVOLUCIONARIOS?




El populismo suele reunir diversas realidades: fragilidad de tradiciones políticas e instituciones públicas nunca del todo respetadas ni acatadas, el carisma de algún sorpresivo vociferador junto a su desvergonzada capacidad para ofrecerlo todo, la facultad del mismo gritón para hablar por demasiado tiempo y con demasiados énfasis, insatisfechas aspiraciones colectivas manipuladas hasta el paroxismo por el vociferador de siempre, nacionalismos exacerbados por el reiterado gesticulador...
El líder populista gusta de coquetear con argumentos ideológicos, de apoyarse en ellos sin hacerlos suyos realmente. Es un ideólogo por conveniencia que utiliza esas ortopedias del pensamiento que son las ideologías para convencer a sus seguidores de no pensar; un no pensar colectivo arrullado por los gritos, las muecas, los desplantes y las poses del nunca silencioso aullador. A la larga, la utilización ideológica derivará en una de las más perniciosas secuelas del populismo: el culto a la personalidad, devoción destinada a la perpetuidad no solo de individuales protagonistas sino, incluso, de dinastías enteras. Valgan dos famosos ejemplos: un abuelo, un hijo y un nieto en Corea del Norte; y dos hermanos: los Castro de Cuba.
Populismos protagonizados por caudillos militares de viejo cuño, populismos dirigidos por nostálgicos del fascismo, populismos deudores de Carlos Marx… Generalmente ornamentados con relumbres de patriótica rebeldía y actuando y tratando de perpetuarse en nombre de la Revolución (así con mayúscula). El resultado es el mismo: simplismo, intolerancia, sordera a cualquier forma de sentido común; arbitrariedad apoyada en una irracionalidad compartida por muchos y adornada con los colores del fanatismo y la insensatez... Sus secuelas son terribles: aplastamiento de toda forma de oposición; desconocimiento de quienes no piensen como el jefe; desmedido poder de éste, quien diciendo actuar en beneficio y grandeza de la nación, se regodea en apetitos personales convertidos en mandato patriótico; y, por supuesto, la más espinosa y dolorosa de las secuelas: gobernantes dispuestos a lo que sea con tal de no apartarse del poder, empeñados en no desaparecer cueste lo que cueste, aferrados con dientes y uñas a su potestad de acumular prebendas a costa de la miseria de casi todos, de la ruina de todo un país…

Solo la humanización de la política, con el consecuente respeto a la dignidad de la persona humana, la solidaridad entre los miembros de una colectividad independientemente de sus diferencias, y, por supuesto, una convivencia vivida en democracia,  señalarán el único camino posible hacia una sociedad más justa y más humana, definitivamente curada de la mortal infección populista -y “revolucionaria”.