El populismo suele reunir
diversas realidades: fragilidad de tradiciones políticas e instituciones públicas
nunca del todo respetadas ni acatadas, el carisma de algún sorpresivo vociferador
junto a su desvergonzada capacidad para ofrecerlo todo, la facultad del mismo
gritón para hablar por demasiado tiempo y con demasiados énfasis,
insatisfechas aspiraciones colectivas manipuladas hasta el paroxismo por el
vociferador de siempre, nacionalismos exacerbados por el reiterado gesticulador...
El líder populista gusta
de coquetear con argumentos ideológicos, de apoyarse en ellos sin hacerlos
suyos realmente. Es un ideólogo por conveniencia que utiliza esas ortopedias
del pensamiento que son las ideologías para convencer a sus seguidores de no
pensar; un no pensar colectivo arrullado por los gritos, las muecas, los
desplantes y las poses del nunca silencioso aullador. A la larga, la utilización
ideológica derivará en una de las más perniciosas secuelas del populismo: el
culto a la personalidad, devoción destinada a la perpetuidad no solo de individuales
protagonistas sino, incluso, de dinastías enteras. Valgan dos famosos
ejemplos: un abuelo, un hijo y un nieto en Corea del Norte; y dos hermanos: los
Castro de Cuba.
Populismos protagonizados
por caudillos militares de viejo cuño, populismos dirigidos por nostálgicos
del fascismo, populismos deudores de Carlos Marx… Generalmente ornamentados con
relumbres de patriótica rebeldía y actuando y tratando de perpetuarse en nombre
de la Revolución (así con mayúscula). El resultado es el mismo: simplismo,
intolerancia, sordera a cualquier forma de sentido común; arbitrariedad
apoyada en una irracionalidad compartida por muchos y adornada con los colores
del fanatismo y la insensatez... Sus secuelas son terribles: aplastamiento de toda
forma de oposición; desconocimiento de quienes no piensen como el jefe;
desmedido poder de éste, quien diciendo actuar en beneficio y grandeza de la nación,
se regodea en apetitos personales convertidos en mandato patriótico; y, por
supuesto, la más espinosa y dolorosa de las secuelas: gobernantes dispuestos a
lo que sea con tal de no apartarse del poder, empeñados en no desaparecer cueste
lo que cueste, aferrados con dientes y uñas a su potestad de acumular prebendas
a costa de la miseria de casi todos, de la ruina de todo un país…
Solo la humanización de
la política, con el consecuente respeto a la dignidad de la persona humana, la
solidaridad entre los miembros de una colectividad independientemente de sus
diferencias, y, por supuesto, una convivencia vivida en democracia, señalarán el único camino posible hacia una
sociedad más justa y más humana, definitivamente curada de la mortal infección
populista -y “revolucionaria”.