En sus Cartas a un joven
poeta, en la primera de ellas, fechada en París, el 7 de febrero del año
1903, Rainer María Rilke se refiere al lugar más “verdadero” de todos: la
conciencia humana. Recomienda Rilke al joven poeta quien le pide consejo: “Nadie le puede aconsejar ni
ayudar. Nadie... No hay más que un solo remedio: adéntrese en sí mismo…”
Adentrarnos en nosotros mismos y, en el “verdadero” lugar de nuestra
conciencia, conocernos, saber de lo que somos capaces; entender hacia dónde dirigirnos y cuál es el diseño
que pretendemos dar a nuestro camino.
En otra carta, la fechada en Roma, en diciembre de
1903, Rilke relaciona el tema del conocimiento de nosotros mismos con el de la
soledad. Solo ésta –dice- permite apartarnos de la confusión exterior y
reconocernos al amparo de nuestra memoria. Soledad que nos permite bien
alcanzar nuevos aprendizajes gracias a la intervención del recuerdo, bien a la
potestad de diseñar ese porvenir al que quisiéramos acceder.
El universo de nuestros recuerdos, de nuestras
evocadas vivencias nos ayuda a resistir, a entender; a refugiarnos en esos
momentos anteriores -por ejemplo, los de nuestra infancia- en los que
descubrimos verdades que podrían acompañarnos y ayudarnos por el resto de
nuestras vidas, tales como el disfrute de esos juegos infantiles que todo lo
abarcaban y parecían poseer sentido por sí mismos, y fuera de los cuales nada
significaba nada.
Un consejo que valdría la pena no olvidar:
entregarnos a lo que nos apasiona y fuera de lo cual todo tiende a
desdibujarse. Eso que Rilke llama el “sabio no-entender del niño”: mil veces
preferible a tanta obsesión adulta por tratar de imponerse a cosas que no le
interesan o lo vulneran. Un no entender que significa refugiarnos en lo que nos
apasiona, una manera de vivir nuestra realidad un poco al margen de la realidad
real. Hallazgo de un espacio propio donde apartarnos de la abrumadora
exterioridad que no cesa de expandirse y tiende a abarcar demasiadas cosas.
Conservar el espacio nuestro; el “verdadero” lugar
de nuestros “juegos”, de nuestros intereses algo apartados de todo lo demás, y
descubrir allí el sentido de lo verdaderamente importante para nosotros,
comprender eso que Rilke llama las “grandes cosas en que consiste la verdadera
vida”..
Rodeado de sus descubrimientos, de sus verdades descubiertas que,
eventualmente, conservará o sustituirá por otras, el poeta escribe y sus
palabras van convirtiéndose en espacio que es hechura de su tiempo: de su
manera de vivir el tiempo; tiempo alimentado por voces en las que respira el
aliento de su conciencia; tiempo de vida convertido en lugar que es imaginario
de vida.
Al pensar en la escritura como creación de un espacio no puedo
sino evocar el largo poema de Juan Ramón Jiménez, escrito ya hacia el final de
su vida, y titulado, precisamente, Espacio:
larga alusión a cuanto resulta esencial a su autor evocar, lenta y amplísima
construcción de voces encargadas de nombrar y describir una sabiduría de vida,
un lugar “verdadero” en el que habitan el poeta junto a sus visiones; armoniosa
y coherente totalidad construida por una conciencia que se obliga a buscar y
hallar respuestas por entre muchas incertidumbres: “Soy un dios sin espada, sin
nada de lo que hacen los hombres con su ciencia”, se dice Juan Ramón.
Por medio de sus palabras, el poeta busca respuestas a las más trascendentes
interrogantes humanas: ¿por qué vivo? ¿Para qué vivo? ¿Qué sentido tiene la
existencia? Respuestas que el poeta alcanza a vislumbrar a su manera: “Cualquier
forma es la forma del destino … Todos somos actores aquí, y solo actores, y el
teatro es la ciudad, y el campo y el horizonte, ¡el mundo!”.
Reflejo de una conciencia que ha sumado muchas experiencias, Espacio es punto de partida, desarrollo
y horizonte. En él memorias, verdades y comprensiones se convierten en
argumento capaz de relacionar todas las experiencias en correspondencia de
voces que terminan cerrándose sobre sí mismas. Simbólicamente, el poema
finaliza de la misma manera en que había comenzado: reconociendo la importancia
de la propia humanidad; de algún modo, divinizando la propia humana condición: “Los
dioses no tuvieron más sustancia que la que tengo yo”.
Toda escritura es fijeza y es, a la vez, desplazamiento, avance,
transformación. Fijeza de la palabra que permanece para siempre sobre la página
que la acoge; y paulatino avance de las voces que van construyendo una ruta, un
camino. Espacio, en su factura misma,
pareciera evocar esa doble condición. El poeta escribe y va deteniéndose en
determinadas memorias que se convierten en imágenes definitivas; y, a la vez,
construye un ritmo que reitera el flujo mismo de la vida; una vida hecha de
pasos, acciones y propósitos que exigen ser escritos siguiendo el impulso de
una mente y un corazón que guían cuanto la mano dibuja.
“Suma es la vida suma, y dulce”, escribe Juan Ramón. Escritura
como suma que rodea y sostiene al poeta con sensaciones y recuerdos;
convirtiéndose –una vez más- en espacio que ha de ser nombrado. Y, nombrándolo,
el poeta se nombra a sí mimo descubriéndose como ese caminante que es. Con su
voz describe el camino que es el suyo y describe, también, ese ahora desde el
cual nunca dejar de orientarse, ahora fugaz destinado a desvanecerse muy
rápidamente.
Exiliado en los Estados Unidos -en Florida y en
Nueva York- tras la guerra civil española, Juan Ramón Jiménez, alejado de esos
sitios verdaderamente suyos a los que la vida lo ha llevado a renunciar -Palos
de Moguer, Madrid, España-precisa hablar. Necesita decir; y lo hace, por
ejemplo, hablando “en español” a los perros y los gatos y los árboles de Nueva
York. A estos últimos los compara los árboles de Madrid: “En el jardín de St. John the
Divine, los chopos verdes eran de Madrid; hablé con un perro y un gato en
español”.
En su exilio, el poeta escribe –al menos, así lo
sentimos- para resistir y para darse fuerzas dentro de un rumbo que es incapaz de predecir pero al cual trata de descifrar
con una voluntad que presagia un cercano e ineludible desenlace. “(Soy) fuga
raudal de cabo a fin”.
Resistir, mantenernos en lo que nos da fuerzas; por ejemplo, en el
amor; por ejemplo, en ciertos recuerdos. El amor es, dentro de Espacio, uno de los grandes apoyos del
poeta: asidero en su camino, sentimiento que lo ayuda a descubrir lo esencial,
y a descubrirse a sí mismo viviéndolo. En sus palabras: “yo te miro como me
miro a mí y me acostumbro a toda tu verdad como a la mía”. Pero también,
igualmente convertida en verdad esencial de la misma manera que el amor, está la
dolorosa verdad del adiós: a las cosas y a los lugares; adiós, sobre todo, a todos
esos rostros que el poeta nunca más verá, a todas esas relaciones perdidas para
siempre. Y su palabra se quiebra al aludir a esas definitivas lejanías que impregnan
de dolor un espacio alimentado por recuerdos y experiencias que se resisten a
ser olvido.
Espacio:
forma de vida, superficie que nombra o refleja la vida a partir de dos referencias
esenciales: ese centro desde el cual el poeta se ubica; y esa ruta que recorre.
Centro y camino: morada e itinerario relacionados siempre con palabras,
impregnados de esas voces que el poeta es, ha sido y será; formas espaciales
que reflejan una conciencia y una voluntad, también una imaginación y una
esperanza.