Decir adiós a quienes fueron parte central de nuestras vidas nos
confronta con lo que fuimos y somos. A solas con nosotros mismos, buscamos
palabras necesarias: voces de despedida haciéndose recurso, finalidad,
trascendencia; abriendo las puertas a lo definitivo y lo amplio, a lo necesario
y, también de algún modo, a lo esperanzador.
Toda voz de adiós impone su propia entonación. Nuestras palabras
hacia quienes nos abandonaron, no son iguales porque nuestra despedida de ellos
tampoco lo fue. Y nuestra voz se relaciona tanto con la memoria, como con la
necesidad de definir nuestras emociones ante el recuerdo.
Como un símbolo final, la muerte dibuja nuestra
evocación de aquellos de quienes nos despedimos. Apoyados
en la vivacidad de imágenes de las que no podemos desprendernos, nos comunicamos
con quienes nos han dejado definitivamente. Y si escribir es siempre una manera
de entender, la muerte de un ser querido es un motivo esencial para comunicarnos
con esa ausencia; que es, también, una forma de comunicarnos con nosotros
mismos.
Y escribimos buscando chispazos posibles de sentido; traduciendo
el significado de eso que surge en nuestra alma: contradiciendo algunas cosas y
reafirmando otras. Nuestras palabras reconstruyen, así, memorias que nos
iluminan, permitiéndonos, acaso, una suerte de reconciliación con nosotros
mismos; reconciliación que cede paso a reencuentros que se hacen acuerdos,
respuestas al dolor y la tristeza, conquista de armonías ante la ausencia y el
vacío.
Entregarnos a la verdad de nuestros afectos es acercarnos a
nuestras respuestas más reales. Es aproximarnos a propósitos que nos alienten.
Y justificamos nuestro dolor por la verdad de algún espiritual abrazo que nos
permita dar por finalizadas muchas cosas; un abrazo que nos rescate y legitime
en la aceptación de nuestras propias emociones.
Cuando lo que era incoherencia y sinsentido se cubre de
respuestas, alcanzamos a vislumbrar un significado para nuestros sentimientos; un
signo de sosiego ante lo verdadero y una razón de armonía en la dignidad de los
reencuentros y la serenidad de un rostro que, limpiamente nos mira y comunica
su amor.
Es verdadero y es bueno todo cuanto alcanza a señalarnos un
aprendizaje de nuestra propia humanidad.