lunes, 1 de febrero de 2016

A SANTIAGO...

Santiago: te debo estas palabras, las veo como una deuda para contigo. Es como si tu despedida fuera separación que, a la vez que nos aleja definitivamente, también y paradójicamente, nos acerca. Por ejemplo, nos acerca en la serena plenitud de un abrazo vivido en mis sueños y convertido en definitivo desenlace.
Fuiste siempre un espíritu inquieto. La inconformidad crispó tempranamente tu rostro cubriéndolo con máscaras que tus obras procuraban desvanecer. Remitiste a titánicos esfuerzos tu necesidad de entender; y en interminables preguntas, que jamás parecieron pretender respuesta alguna, te protegiste –o vulneraste- con muchos espejismos.

Fuiste un ser extraordinariamente sensible en quien encarnaron esas cosas que tantas veces aconsejé a mis estudiantes: creer en sí mismos, buscar eso que desean decir, hacer eso que aman hacer. Ahora que te has ido, le hablo al hijo; pero, quizá sobre todo, le hablo al artista, al creador que, desde muy temprano, sintió que tenía algo que expresar y se esforzó hasta lo inimaginable por descubrir su manera de hacerlo. Como te comenté tantas veces: cuando sentimos en nosotros la necesidad de una obra que sea nuestra y nos refleje; surgida de una muy personal necesidad de decir, no podemos sino entregarnos a ella entendiendo que, nuestro esfuerzo, todo en él, tendrá que ver con eso que somos porque ella es un trozo de nuestros sueños, ilusiones, esperanzas, retos…