Santiago: te debo estas palabras, las veo como una deuda para
contigo. Es como si tu despedida fuera separación que, a la vez que nos aleja
definitivamente, también y paradójicamente, nos acerca. Por ejemplo, nos acerca
en la serena plenitud de un abrazo vivido en mis sueños y convertido en definitivo
desenlace.
Fuiste siempre un espíritu inquieto. La inconformidad crispó
tempranamente tu rostro cubriéndolo con máscaras que tus obras procuraban
desvanecer. Remitiste a titánicos esfuerzos tu necesidad de entender; y en interminables
preguntas, que jamás parecieron pretender respuesta alguna, te protegiste –o
vulneraste- con muchos espejismos.
Fuiste un ser extraordinariamente sensible en quien encarnaron esas
cosas que tantas veces aconsejé a mis estudiantes: creer en sí mismos, buscar
eso que desean decir, hacer eso que aman hacer. Ahora que te has ido, le hablo
al hijo; pero, quizá sobre todo, le hablo al artista, al creador que, desde muy
temprano, sintió que tenía algo que expresar y se esforzó hasta lo inimaginable
por descubrir su manera de hacerlo. Como te comenté tantas veces: cuando
sentimos en nosotros la necesidad de una obra que sea nuestra y nos refleje;
surgida de una muy personal necesidad de decir, no podemos sino entregarnos a
ella entendiendo que, nuestro esfuerzo, todo en él, tendrá que ver con eso que somos porque
ella es un trozo de nuestros sueños, ilusiones, esperanzas, retos…