Santiago: últimamente he recordado mucho una película, Cinema Paradiso, filme que, de muchas formas
pasó a convertirse en una especie de código entre tú y yo. (Me repetiste,
muchos años después de haberla visto juntos, la frase que tanto había logrado
conmoverme: ésa en la que el viejo proyectista de la sala del viejo Cine “Paradiso”
de un pequeño pueblo italiano, le dice a su joven amigo, un adolescente amante
del cine, antes de que éste parta a Roma en busca de fortuna dentro del mundo
del Séptimo Arte, y donde se convertirá en famoso director: “ya te he oído
hablar bastante, ahora quiero a los demás oír hablar de ti”). De muchos modos
fue una escena premonitoria de esa realidad que terminó por darse entre
nosotros: tú, siguiendo tus ilusiones, inmerso en ese mundo que era el tuyo,
universo poético de imágenes y formas y esfuerzos físicos que te conducían
hacia nuevas alturas por conquistar… Y, luego, ya no te escuché más. No escuché
más tu voz; pero, en su lugar, y como lo había dicho el personaje del cine “Paradiso”,
empecé a otros oír hablar de ti. Y fue hermoso escuchar lo que tenían que decir
sobre tu condición humana, tu nobleza personal, tu integridad de artista...
Era, de muchos modos, el cumplimiento de aquella escena de tantos años atrás:
el maestro –el padre o el maestro, como prefieras- diciéndole al discípulo esas
palabras que no venían a significar otra cosa que: “crece, sé tu mismo, alcanza
tus sueños y logra que esos sueños conquistados permitan a otros hablar de ti y
que esas voces ajenas traigan a mí el sentido y trascendencia de eso que fuiste
capaz de crear”.
Escritor, ensayista, poeta y docente venezolano. Ganador del Premio Nacional de Ensayo Mariano Picón Salas del Ministerio de la Cultura de Venezuela en 1992, fue miembro del jurado de dicho premio en la edición de 1993. Igualmente fue miembro del jurado del Premio Internacional de Cuento Francisco Herrera Luque y Presidente del I Congreso de Legislación Cultural Municipal, realizado en en febrero del año 1993 en la Universidad Simón Bolívar.
sábado, 27 de febrero de 2016
lunes, 8 de febrero de 2016
DECIR ADIÓS A QUIENES FUERON PARTE CENTRAL DE NUESTRAS VIDAS...
Decir adiós a quienes fueron parte central de nuestras vidas nos
confronta con lo que fuimos y somos. A solas con nosotros mismos, buscamos
palabras necesarias: voces de despedida haciéndose recurso, finalidad,
trascendencia; abriendo las puertas a lo definitivo y lo amplio, a lo necesario
y, también de algún modo, a lo esperanzador.
Toda voz de adiós impone su propia entonación. Nuestras palabras
hacia quienes nos abandonaron, no son iguales porque nuestra despedida de ellos
tampoco lo fue. Y nuestra voz se relaciona tanto con la memoria, como con la
necesidad de definir nuestras emociones ante el recuerdo.
Como un símbolo final, la muerte dibuja nuestra
evocación de aquellos de quienes nos despedimos. Apoyados
en la vivacidad de imágenes de las que no podemos desprendernos, nos comunicamos
con quienes nos han dejado definitivamente. Y si escribir es siempre una manera
de entender, la muerte de un ser querido es un motivo esencial para comunicarnos
con esa ausencia; que es, también, una forma de comunicarnos con nosotros
mismos.
Y escribimos buscando chispazos posibles de sentido; traduciendo
el significado de eso que surge en nuestra alma: contradiciendo algunas cosas y
reafirmando otras. Nuestras palabras reconstruyen, así, memorias que nos
iluminan, permitiéndonos, acaso, una suerte de reconciliación con nosotros
mismos; reconciliación que cede paso a reencuentros que se hacen acuerdos,
respuestas al dolor y la tristeza, conquista de armonías ante la ausencia y el
vacío.
Entregarnos a la verdad de nuestros afectos es acercarnos a
nuestras respuestas más reales. Es aproximarnos a propósitos que nos alienten.
Y justificamos nuestro dolor por la verdad de algún espiritual abrazo que nos
permita dar por finalizadas muchas cosas; un abrazo que nos rescate y legitime
en la aceptación de nuestras propias emociones.
Cuando lo que era incoherencia y sinsentido se cubre de
respuestas, alcanzamos a vislumbrar un significado para nuestros sentimientos; un
signo de sosiego ante lo verdadero y una razón de armonía en la dignidad de los
reencuentros y la serenidad de un rostro que, limpiamente nos mira y comunica
su amor.
Es verdadero y es bueno todo cuanto alcanza a señalarnos un
aprendizaje de nuestra propia humanidad.
lunes, 1 de febrero de 2016
A SANTIAGO...
Santiago: te debo estas palabras, las veo como una deuda para
contigo. Es como si tu despedida fuera separación que, a la vez que nos aleja
definitivamente, también y paradójicamente, nos acerca. Por ejemplo, nos acerca
en la serena plenitud de un abrazo vivido en mis sueños y convertido en definitivo
desenlace.
Fuiste siempre un espíritu inquieto. La inconformidad crispó
tempranamente tu rostro cubriéndolo con máscaras que tus obras procuraban
desvanecer. Remitiste a titánicos esfuerzos tu necesidad de entender; y en interminables
preguntas, que jamás parecieron pretender respuesta alguna, te protegiste –o
vulneraste- con muchos espejismos.
Fuiste un ser extraordinariamente sensible en quien encarnaron esas
cosas que tantas veces aconsejé a mis estudiantes: creer en sí mismos, buscar
eso que desean decir, hacer eso que aman hacer. Ahora que te has ido, le hablo
al hijo; pero, quizá sobre todo, le hablo al artista, al creador que, desde muy
temprano, sintió que tenía algo que expresar y se esforzó hasta lo inimaginable
por descubrir su manera de hacerlo. Como te comenté tantas veces: cuando
sentimos en nosotros la necesidad de una obra que sea nuestra y nos refleje;
surgida de una muy personal necesidad de decir, no podemos sino entregarnos a
ella entendiendo que, nuestro esfuerzo, todo en él, tendrá que ver con eso que somos porque
ella es un trozo de nuestros sueños, ilusiones, esperanzas, retos…
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