En nuestro
continente, escritores y hombres de pensamiento incansablemente han recorrido
diversos espejismos. Uno de ellos, quizá el más persistente de entre todos: la
esperanza. América como universo maravilloso descubierto tal vez sólo para
revitalizar agotados o desaparecidos espacios. Esperanza de América y destino
de América. "América -dice Alfonso Reyes- aparece como el teatro para
todos los intentos de felicidad humana, para todas las aventuras del
bien". Acción política y acción social, acción económica y acción
pedagógica, acción artística y acción moral: en la posibilidad de integrarlas
todas en ideales de dirección y comportamiento colectivos, debía apoyarse la
gran ilusión de América: su utopía. La esperanza es el aliento de toda
civilización. Ella distingue la condición racional del hombre.
Reyes y Henríquez Ureña distinguieron en la
utopía uno de los más imperecederos legados de la Grecia clásica a nuestra
civilización occidental. Los mitos griegos escribieron el inicio de nuestra
cultura. Por eso Grecia nos sigue tocando aún tan de cerca; por eso nos
"sirve" todavía. "El mito griego -explica Reyes- incorporaba sus imágenes legendarias en
modelos eternos, que manifiestan expresivamente los rasgos de la familia
humana, logrando así una feliz coincidencia de lo típico y lo individual".
Hay una imagen de la cultura griega que, por encima de todas, maravilla a
Reyes: la de la religión y la mitología como creación de los poetas; no de
profetas, santos o sacerdotes sino hechura escrita en la poesía de algunos de
sus más grandes escritores. Homero y Hesíodo como configuradores del alma
griega. Se adivina análogo sueño en Henríquez Ureña y Reyes: modelar, en la
poesía, iluminados ideales, itinerarios y un destino para nuestros pueblos.
Entre los mitos con que los griegos
dibujaron los sentidos de su mundo, quizá uno de los más imperecederos fue el
de la utopía: posibilidad de una sociedad feliz al alcance del esfuerzo de los
hombres. Felicidad individual y felicidad colectiva no se concebían separadas
una de otra. La felicidad del hombre era el punto de partida de la felicidad
del grupo. Todos los ciudadanos tenían que conquistar el sueño compartido:
ganarlo, mantenerlo... La admiración de Reyes y Henríquez Ureña por La
República de Platón, obra cumbre del pensamiento utópico, se hace eco de la
tesis fundamental de ese libro: la felicidad colectiva y la perfección social
son posibles si prevalece entre los hombres el sentido de justicia y de
fraternidad. Utopía escrita en la historia: no el sueño judeocristiano de
paraísos perdidos o de cielos alcanzables sólo en la magnanimidad o capricho
divinos, sino fe en la perfección social hecha verdad en las decisiones
humanas.
Un nuevo mundo, un mundo mejor, un mundo
diferente: la Atlántida de Platón, el país de Jauja, el paraíso perdido... Las
utopías profetizadas por la inteligencia de algunos hombres -Tomás Moro,
Tommaso Campanella, Francis Bacon, James Harrington- inspirarán sus anhelos de
felicidad en la proyección de viejísimas ilusiones europeas sobre espacios
desconocidos. Junto al afán de ampliar sus dominios, Europa mantuvo intacta por
muchos siglos la ilusión por hallar regiones que albergasen la felicidad oculta
para las sociedades humanas. Una felicidad descrita siempre con rasgos
similares: libertad, alegría, abundancia, igualdad, plenitud, amor.
A partir del siglo XVIII y de la
Ilustración, la vieja fe de la utopía se transformó en una desfigurada -y
degradada- variante: el ideal revolucionario. Deformación de la vieja ilusión
griega, la revolución predicará la aniquilación del presente y el
desvanecimiento del pasado como requisitos necesarios para alcanzar la
felicidad futura. Un futuro descrito como contradicción absoluta del hoy. A
diferencia de la utopía griega, la revolución no cree en la voluntad de todos
sino en el designio de unos pocos. No será más el sueño colectivo sino la
decisión férrea de uno o de algunos elegidos la que determine la ruta hacia el
futuro y el sacrificio del presente. En comparación a la utopía, la revolución
luce más irracional, más aferrada a fervores fanáticos, a obediencias
absolutas, a represalias y a venganzas. Más que anhelo, la revolución se hace
religión y, como todas las religiones, inunda los espacios que va creando con
todo tipo de dioses y demonios, de santos y mártires, de cielos e infiernos.
Frente a la revolución, la utopía -como la concibieron los griegos, como la
soñaron e imaginaron los hombres durante el Renacimiento, como la idearon Reyes
y Henríquez Ureña- evoca otras nociones muy diferentes que hablan de
fraternidad, de caridad, de pacto social, de plenitud, de un irrenunciable
ideal de humanidad.
Las utopías son siempre pedagógicas. Es el
caso, por ejemplo, de una de las más conocidas en la historia de Occidente:
Robinson Crusoe. En su soledad, Crusoe descubre un saber necesario. Encarna el
ideal del hombre nuevo, crecido, forjado en la adversidad y la soledad.
Individuo que se ha superado a sí mismo y ha alcanzado su límite (él sólo es
límite de sí mismo). Hombre que ha vencido a la naturaleza al moldearla a la
medida de sus sueños y de su fuerza. Triunfar sobre el medio hostil, imponerse
a él y dominarlo fue el sueño que acompañó esa utopía que parecía hacerse real
con el nacimiento de Estados Unidos de Norteamérica. Todo en el inicio de la
vida de las excolonias inglesas, habla de crecimiento, de desarrollo, de
triunfo. Triunfo de la voluntad del ser humano. La independencia de Estados
Unidos fue el punto de partida de una novedad absoluta. Nacía una sociedad que
se propuso alcanzar la felicidad de todos y parecía lograrlo. Sin embargo, con
el correr del tiempo, el sueño se desvaneció. Acabaron con él variadas
deformaciones. La competitividad feroz y un pragmatismo inhumano fueron, quizá,
las fundamentales. "Después de haber nacido de la libertad -dice Henríquez
Ureña- de haber sido escudo para las víctimas de todas las tiranías y espejo
para todos los apóstoles del ideal democrático ... el gigantesco país se volvió
opulento y perdió la cabeza; la materia devoró al espíritu; y la democracia que
se había constituido para bien de todos se fue convirtiendo en la factoría para
lucro de unos pocos. Hoy, el que fue arquetipo de libertad, es uno de los
países menos libres del mundo".
Si Estados Unidos son hoy una utopía
frustrada, nuestra América Latina fue una utopía frustrada en el pasado. Desde
su nacimiento, en la aurora de su historia mestiza, la imagen ideal de América
(esa América de El Dorado y la Fuente de la Eterna Juventud que reservaba
ilusiones para todos: para los ambiciosos, riquezas; para los místicos, almas
que convertir; para los soñadores, mundos que poblar y ciudades que fundar) se
detuvo en el espacio final de la Conquista. El sueño terminó poco después de
haber nacido. El mítico paraíso perdido sería olvidado durante el largo espacio
colonial para reaparecer en medio del fragor de la Independencia. Nuestros
libertadores fueron, esencialmente, utopistas que redescubrieron viejísimas
ilusiones que el tiempo había borrado.
Ser universales siendo latinoamericanos fue
el gran anhelo de Henríquez Ureña y de Reyes. Reyes habla de una mentalidad
latinoamericana naturalmente mundial, positiva consecuencia de un pasado
colonial que nos acostumbró a la diversidad. Universalismo e integración:
paradójico anhelo de una unidad que respete las diferencias. Los
latinoamericanos seremos más nosotros mismos en la medida en que seamos más
universales. La utopía futura de nuestro continente se apoya en su real
posibilidad de ser encuentro del mundo. La multiplicidad de formas culturales
que arraigaron en nuestra América nos permite acercarnos, hoy, a todos los
pueblos de la tierra. Ser vecinos de todos, hermanos de todos.
Alfonso Reyes sugirió alguna vez que, más
que de cultura, debería hablarse de una inteligencia latinoamericana.
Inteligencia de acción y de hechos, de individualidades interventoras en su
circunstancia y su tiempo. En América, el hombre de pensamiento interactúa con
la historia. Pensadores, políticos, pedagogos y escritores expresan, en su
labor intelectual, una vocación por intervenir en su tiempo y modificarlo.
Arista particular de nuestros mitos culturales: la literatura como un arte
trascendente volcado a la realización de grandes causas y consagrado a las más
elevadas metas. Escritura como vocación por hacer historia o por cambiar la
historia. El escritor se adelanta a su tiempo e imagina sociedades nuevas.
Sueña y escribe lo que sueña: universos ideales, quimeras abiertas a la belleza
y a la esperanza de una definitiva armonía final.
Henríquez Ureña fue excelente ejemplo de un
propósito por colaborar en la realización de un idealizado itinerario
continental. Dominicano por nacimiento, mexicano y argentino por adopción, su
urgente pasión latinoamericanista lo llevó a recorrer todo el continente
desarrollando un quehacer pedagógico y cultural. Jorge Luis Borges, al llamarlo
maestro, definió lo que con ello había querido decir: "Maestro es quien
enseña con el ejemplo una manera de tratar las cosas, un estilo genérico de
enfrentarse con el incesante y vario universo".
El ideario de Alfonso Reyes se alimentó de
un ideal muchas veces repetido: "La civilización se hace de moral y de política".
Cualquier posible orden latinoamericano debería fundarse sobre un espíritu de
fraternidad y de armonía. No la fuerza opresiva y destructora que había hecho
de Occidente un mundo obsedido por hallar una forma de agonía digna de su
pasado, sino la creación de un espacio nuevo imaginado sobre visiones y anhelos
más humanos. La primera necesidad de un pueblo es su educación política. Sólo a
partir de una representación ética del universo, de una afirmación de valores
imperecederos y de una fraternidad continental que guíe nuestros destinos,
podremos los latinoamericanos crecer y engendrar nuevas tradiciones: sólidas,
duraderas... Reyes defiende la fuerza y la necesidad del ideal. El ideal es
como la utopía: un sueño que nos permite superar el presente, una esperanza que
nos conduce hacia un futuro digno. Traicionar el ideal, significaría entregar
el poder y la acción de la historia a los ignorantes, a los violentos, a los
incapaces; implicaría seguir cometiendo los mismos errores repetidos en nuestra
América por mucho tiempo.
Una gran amistad unió a Henríquez Ureña y
Alfonso Reyes. El primero distinguía en el segundo al estilista de inteligencia
superior, espíritu de incomparable fuerza que hizo del intelecto rumbo esencial
a todo lo largo de su vida. "En Alfonso Reyes -comentó Henríquez Ureña
alguna vez- todo es problema o puede serlo. Su inteligencia es dialéctica: le
gusta volver al revés las ideas para descubrir si en el tejido hay engaño; le
gusta cambiar de foco o punto de vista para comprobar relatividades".
Henríquez Ureña le reprocha en algún momento a Reyes, su seducción ante ciertas
frivolidades del intelecto: "Creo -le escribe- que desde hace años te has
dejado llevar de la facilidad y has escrito nada más que LO PRIMERO que se te ocurre.
Ya no hablo de corregir, sino de concentrar". Vocaciones distintas frente
a la escritura: para Henríquez Ureña, la literatura sólo era concebible al
servicio del destino del hombre. Reyes se recreaba más en el juego verbal, en
el brillo chispeante de la palabra justa, del término exacto, de la divagación
entretenida. Su inteligencia sirvió a sus experiencias y, con naturalidad, pasó
del escepticismo juvenil al asombro sincero del hombre maduro. Comentó alguna vez: "Antes coleccionaba
sonrisas; ahora colecciono miradas".
Por su parte, Reyes admiraba en Henríquez
Ureña la honestidad, la rectitud, la fuerza moral. "Hombre recto y bueno
como pocos -dice de él-,casi santo; cerebro arquitecturado más que ninguno
entre nosotros; y corazón cabal, que hasta poseía la prenda superior de
desentenderse de sus propias excelencias y esonder sus ternuras, en varonil
denuedo, bajo el impasible manto de la persuasión racional ... Difícil
encontrar figura más semejante a la de Sócrates". Imagen apostólica de
Henríquez Ureña: fuerza y fervor siempre empeñados en el cumplimiento de alguna
noble causa. Evidentemente, Reyes admiró profundamente a su amigo. Baste esta
frase para demostrarlo: "todavía me agobia la sorpresa de haber encontrado
en mi existencia a un hombre de una superioridad tan múltiple".
Caracterizaron el pensamiento de ambos la
lucidez, la independencia, la libertad. Los dos se apartaron de dogmatismos.
Los dos apostaron a la mesura y la tolerancia. Los dos ejercieron un humanismo
liberal que suponía la inarraigable y esencial dignidad de cada hombre.
Rechazaron un mundo donde lo humano cada vez parecía importar menos.
Desconfiaron de las recetas definitivas y únicas de filósofos mimetizados en
políticos o en tiranos. Temieron la posibilidad de futuras repúblicas felices
convertidas en crueles prisiones del presente. Recelaron de utopías impresas en
libros irrefutables. En la mirada de Alfonso Reyes, en la mirada de Pedro
Henríquez Ureña, se percibe un parecido anhelo de ecumenismo latinoamericano.
Un esfuerzo por hallar cierta propia vía, original y nuestra, en el rumbo
universal. América Latina como espacio particular dentro del mundo. No al
margen de otros: similar a otros -y, como otros, irrepetible. Coincidieron en
la concepción de una América convertida en imagen ética, espacio de
convivencias nuevas, encuentro de esperanzas forjadas sobre valores
imperecederos.
"Hay un instante -dice Reyes- en que
el poeta adelanta al jurista e imagina
... una sociedad perfeccionada, mejor que la actual". Algo parecido a eso
que dijo T. S. Eliot acerca de que los poetas eran desconocidos legisladores de
la humanidad. Quizá, después de todo, los poetas son los más auténticos
utopistas. En nuestro tiempo sólo quedan dos alternativas para el espacio
utópico: la poesía o la revolución. Henríquez Ureña y Reyes fueron poetas que
trataron de definir una bella utopía escrita en la confianza de un destino
latinoamericano. Utopía que entrelazaba, además y sobre todo, arte y vida.