¿Cuál es el
papel de un intelectual? ¿Cuál el sentido de su esfuerzo? Me he hecho esta
pregunta muchas veces, y la única respuesta con la que atino a dar es ésta: el
diálogo. Se tratará para él de dialogar
consigo mismo y con su entorno; de esforzarse por entender, por descifrar, por hallar
respuestas que sean asideros que lo orienten. Su curiosidad será el punto de
partida; esencial hito primero de sus pesquisas, hallazgos y verdades. Su
curiosidad lo alienta y alimenta. Y siente que debe compartirla. Por eso
escribe sus voces. Éstas pueden disentir de las palabras que pronuncia su época
o coincidir con ellas. También las curiosidades de su tiempo suelen ser las
suyas, aunque es frecuente que difieran sus propias perspectivas de algunos
prejuicios que lo rodean.
“Hay que escuchar a los poetas” dijo alguna
vez el pensador francés Gastón Bachelard. Una frase que frecuentemente hago mía.
Poetas; en general seres de palabras: creadores artífices de sus voces; a veces
fabuladores, a veces pensadores, siempre hacedores de universos verbales donde
sus lectores llegamos a entender y, también, a entendernos; a reconocer y a
reconocernos.
Las voces de
los seres de palabras dicen eso que los hombres hemos precisado escuchar desde
siempre; verdades que nos permitan entender más profunda y humanamente,
entonaciones que enuncian y describen saberes intuidos desde el comienzo de los
tiempos.
Escuchar a los seres de
palabras; en sus voces distinguir, por ejemplo, como se rompe el silencio de los
olvidos y las indiferencias; o el estruendo de los conflictos, la intolerancia
y los fanatismos. Muy frecuentemente colocados entre los silencios de la
incomprensión y el ruido de las obsesiones, nos resulta muy difícil a los seres
humanos poder tocar comprensión alguna. Sin comprensión no hay entendimiento y
sin éste no existe coexistencia posible. Solo nos resulta posible convivir en
medio de un diálogo donde todos seamos interlocutores.
Hoy por hoy, los venezolanos
nos hallamos envueltos en una de las más graves crisis de nuestra historia reciente.
Se perciben, perturbadoras, contradicciones tensadas hasta los más furiosos
extremos. Se exacerban diferencias hasta convertirse éstas en intolerante
negación de toda forma de otredad. El desacuerdo se vuelve virulenta condena de
quien no sea como yo o no piense como yo. Y el país se divide y se enfrenta;
acaso como una lamentable consecuencia de haber sido los venezolanos demasiadas
veces víctimas de nuestras improvisaciones y de haber sumado demasiados desaciertos
a lo largo de nuestra historia.
En mi libro Caín y el laberinto[1] aludí
al imaginario de lo laberíntico como un símbolo en el que veía encarnar cierto
rasgo cultural venezolano. El laberinto es, por sobre cualquier otra cosa,
emblema de lo confuso; lugar donde es muy difícil escapar a las repeticiones y
las paradojas. En él domina el azar, el albur de itinerarios donde una y otra
vez regresamos sobre los mismos pasos. El laberinto es el lugar sin salida que
expresa siempre hostilidad. Victimiza a quienes permanecen en él. Nunca somos
habitantes dentro del laberinto: solo desvanecidos transeúntes incapaces de construir
sentimiento alguno de pertenencia.
Y dentro de ese laberinto en
que me representaba a Venezuela, distinguía, como un atolondrado transeúnte, el
rostro de Caín. Una evocación que no me pertenecía: la tomaba prestada de Mariano
Picón Salas, quien en su libro Regreso de
tres mundos, propone a los lectores la imagen de Caín como un desmemoriado
aventurero condenado interminablemente a repetir pasos y actos.
Así
pues, veo a Venezuela y a la memoria histórica nacional como un colosal
laberinto y a los venezolanos como un colectivo Caín reiterador de desconciertos
y fracasos. Si existe una manera de conjurar a ambos acaso sea enfrentándolos a
través de la lucidez, la memoria y la imaginación. En su libro La
institución imaginaria de la sociedad[2]
Cornelius Castoriadis dice que “la historia es imposible e inconcebible fuera
de la imaginación...” O lo que es lo mismo: la historia de una nación está muy
relacionada con las imágenes que ella proyecta de sí misma, con la forma como recuerda
y se reconoce. Visiones esenciales de cualquier sociedad democrática nunca
parecieron haber arraigado en Venezuela. La tradicional debilidad de nuestras principales
instituciones, unida a la desconfianza generalizada de los venezolanos hacia
ellas, terminó por significar una irrevocable desconfianza hacia leyes y
tradiciones, así como reiteradas apuestas a soluciones mesiánicas. Un imaginario
que mucho tiene que ver con cierta absurda propensión muy venezolana a
creer que el tiempo histórico pueda ser reiniciado interminablemente.
Reiniciar
el tiempo: extraña creencia de que un solo individuo, voluntarioso o inspirado
idealista, si realmente se lo propone, podrá rehacer la historia a su antojo.
Es una fantasía que pareciera habernos acompañado por siempre, desde los
lejanos días de la Conquista en los que un puñado de expedicionarios,
aventureros fundadores de ciudades e iniciadores de linajes, asumieron que era
posible construir un mundo a su medida.
Pero
no: no es posible reiniciar el tiempo; ni podemos, tampoco, transformar
incesantemente nuestras memorias ni manipular devociones y condenas. Acaso hoy más
que nunca los venezolanos necesitemos reconstruir nuestra relación con el
pasado, acercarlo a nuestra realidad presente. Es absurdo diseñar sobre una
única mitología patriótica la pedagogía nacional. Con Bolívar y con la
Independencia se inicia lo que pareciera ser una obsesiva convicción venezolana:
que para iniciar algo es preciso destruir lo que existía antes. Se trata,
grotescamente, de destruir para construir y de olvidar para poder recomenzar.