¿Cuál es el
papel de un intelectual? ¿Cuál el sentido de su esfuerzo? Me he hecho esta
pregunta muchas veces, y la única respuesta con la que atino a dar es ésta: el
diálogo. Se tratará para él de dialogar
consigo mismo y con su entorno; de esforzarse por entender, por descifrar, por hallar
respuestas que sean asideros que lo orienten. Su curiosidad será el punto de
partida; esencial hito primero de sus pesquisas, hallazgos y verdades. Su
curiosidad lo alienta y alimenta. Y siente que debe compartirla. Por eso
escribe sus voces. Éstas pueden disentir de las palabras que pronuncia su época
o coincidir con ellas. También las curiosidades de su tiempo suelen ser las
suyas, aunque es frecuente que difieran sus propias perspectivas de algunos
prejuicios que lo rodean.
“Hay que escuchar a los poetas” dijo alguna
vez el pensador francés Gastón Bachelard. Una frase que frecuentemente hago mía.
Poetas; en general seres de palabras: creadores artífices de sus voces; a veces
fabuladores, a veces pensadores, siempre hacedores de universos verbales donde
sus lectores llegamos a entender y, también, a entendernos; a reconocer y a
reconocernos.
Las voces de
los seres de palabras dicen eso que los hombres hemos precisado escuchar desde
siempre; verdades que nos permitan entender más profunda y humanamente,
entonaciones que enuncian y describen saberes intuidos desde el comienzo de los
tiempos.
Así
pues, veo a Venezuela y a la memoria histórica nacional como un colosal
laberinto y a los venezolanos como un colectivo Caín reiterador de desconciertos
y fracasos. Si existe una manera de conjurar a ambos acaso sea enfrentándolos a
través de la lucidez, la memoria y la imaginación. En su libro La
institución imaginaria de la sociedad
Cornelius Castoriadis dice que “la historia es imposible e inconcebible fuera
de la imaginación...” O lo que es lo mismo: la historia de una nación está muy
relacionada con las imágenes que ella proyecta de sí misma, con la forma como recuerda
y se reconoce. Visiones esenciales de cualquier sociedad democrática nunca
parecieron haber arraigado en Venezuela. La tradicional debilidad de nuestras principales
instituciones, unida a la desconfianza generalizada de los venezolanos hacia
ellas, terminó por significar una irrevocable desconfianza hacia leyes y
tradiciones, así como reiteradas apuestas a soluciones mesiánicas. Un imaginario
que mucho tiene que ver con cierta absurda propensión muy venezolana a
creer que el tiempo histórico pueda ser reiniciado interminablemente.
Reiniciar
el tiempo: extraña creencia de que un solo individuo, voluntarioso o inspirado
idealista, si realmente se lo propone, podrá rehacer la historia a su antojo.
Es una fantasía que pareciera habernos acompañado por siempre, desde los
lejanos días de la Conquista en los que un puñado de expedicionarios,
aventureros fundadores de ciudades e iniciadores de linajes, asumieron que era
posible construir un mundo a su medida.
Pero
no: no es posible reiniciar el tiempo; ni podemos, tampoco, transformar
incesantemente nuestras memorias ni manipular devociones y condenas. Acaso hoy más
que nunca los venezolanos necesitemos reconstruir nuestra relación con el
pasado, acercarlo a nuestra realidad presente. Es absurdo diseñar sobre una
única mitología patriótica la pedagogía nacional. Con Bolívar y con la
Independencia se inicia lo que pareciera ser una obsesiva convicción venezolana:
que para iniciar algo es preciso destruir lo que existía antes. Se trata,
grotescamente, de destruir para construir y de olvidar para poder recomenzar.