La Universidad
es un territorio sometido a leyes propias; un sitio cuyos límites están
trazados por esfuerzos y propósitos, por ideales y sueños. Como dije alguna
vez, más que un lugar, ella es un símbolo, un emblema de anhelos tan viejos
como el hombre. Fue siempre lugar de privilegio, de aislamiento, de quietud.
Desde luego, la universidad se debe a su sociedad, para ella vive. Jamás podría
permanecer aislada de su circunstancia. Y, sin embargo, precisa también de
cierto repliegue frente al ajetreo de su tiempo para conservarse necesariamente
cercana a su propia irrealidad. El rumbo de la Universidad sigue su propio
ritmo; y hay algo de afirmativo, de inmutable en ese ritmo que va conduciéndola
por derroteros propios, lejos de la febril movilidad y del desasosiego de los
días. Todo en la Universidad señala a una comunidad de seres curiosos próximos
a sus interrogantes y entregados a la búsqueda de sus hallazgos. Para ellos,
para todo genuino maestro, se tratará de sentirse y saberse parte de un ideal y
de un esfuerzo compartido alrededor de nociones tales como compromiso y
creación, curiosidad y entrega, saber y humanidad...