En el encuentro de rectores celebrado hace ya bastantes
años en la Universidad Simón Bolívar, tuve oportunidad de escuchar la
conferencia del Rector de la Universidad española de Alcalá de Henares. Entre
sus palabras, destacó una idea particular: la de que las universidades habían
perdido, históricamente, un espacio que alguna vez había sido suyo. Comentaba
el Rector Gala Muñoz que, por ejemplo, su propia universidad había conocido en el pasado una importancia y
grandeza hoy, sólo concebibles en el terreno de las grandes compañías
transnacionales. El espacio universitario -y era una de las tesis del Rector-
no podría volver a ser eso que, alguna vez, había sido. Baste pensar lo que
significaron dentro de la historia de la cultura europea nombres como el de
Salamanca o la Sorbona, para comprender hasta qué punto los significados de una
universidad referencia de su tiempo han ido debilitándose.
En su libro El alma
matinal, el escritor peruano José Carlos Mariátegui, prolijamente describe
el símbolo de la torre: metaforización -dice- de un tiempo de feudalismo y
aristocrático individualismo; tiempo de "náusea del vulgo". El
medioevo -recuerda Mariátegui- impuso la torre como una forma genuinamente
suya, emblema de su concepción del mundo. Los griegos no usaron torres en su
arquitectura ni en sus ciudades. El pueblo griego fue un pueblo de ágoras, de
foros, de democracia. Los romanos descubrieron lo monumental, la mole. La torre
es solitaria y aristocrática; la mole, multitudinaria y anónima. Después de la
universal grandeza del Imperio Romano,
el espíritu de la Edad Media volcó sobre la torre su imaginería más frecuente.
Europa toda se pobló de castillos y éstos, pétreamente, tallaron en torres su
símbolo de aislamiento y poder.
Compañeros del castillo fueron los monasterios. Centros del
saber universal por varios siglos, las abadías de las más poderosas órdenes
religiosas fueron, también, grandes centros de saber. Los monasterios fueron
como torres: encerrados en sí, solitarios, distantes. La ciudad sucedió al
castillo; la universidad, al monasterio. La ciudad era multidudinaria y
universal; la universidad, elitesca y mundana. El monasterio, que por mucho
tiempo, había mirado hacia el cielo, se prolongaba en una universidad que
contemplaba la tierra. El destino de la universidad era el mundo, el tiempo del
hombre. Ese destino constituyó su fuerza y, también, su historia. Universidades
y ciudades anuncian el fin de la Edad Media. El Renacimiento -y sus signos:
individualismo, liberalismo, mercantilismo- significó el inicio de la
irreversible decadencia de la torre. En nuestros días, los grandes rascacielos
parecieran ser una variante contemporánea de la torre medieval; en realidad,
multitudinarios y fríos, ellos no se asemejan a la torre sino más bien a la
mole: recuerdan la anonimia del dinero y la metaforización suprema de la
esencial protagonista de nuestro mundo de hoy: la plutocracia.
Oyendo al Rector de la Universidad de Alcalá hablar de un
pasado tiempo universitario de mayor fuerza y trascendencia, recordé las
páginas de Mariátegui sobre la Edad Media y la torre. Evolución de un mundo y
de sus formas. También la universidad ha evolucionado. Y debe seguir
haciéndolo. Por muchos siglos, ella ha ocupado el importantísimo espacio de la
dignidad del saber. De la universidad de ayer a la de hoy: lo que persiste es
esa dignidad asociada a mérito intelectual, elitismo del conocimiento,
excelencia. El culto a la productividad y al beneficio es otra cosa: él se
relaciona con las poderosas transnacionales, ellas sí, protagonistas de un
mundo que mide y contabiliza en exceso. Tenía razón el Rector de la Universidad
de Alcalá de Henares: a lo largo del tiempo, el espacio universitario se redujo
en beneficio de otros espacios. Reflexionando sobre eso, sólo se me pudo
ocurrir un comentario: ¡lástima!.