Nuestra contemporaneidad posee un dios principal: la
velocidad. Lo acompañan otras deidades: la eficacia y la competitividad; y,
también, una superstición: la de la imprescindible interacción de esfuerzos y
logros dentro de un orden social cada vez más interdependiente. A ninguna de
esas imágenes podría ser ajena la universidad. Ella, en tanto estructura creada
por el hombre para su propio beneficio y desarrollo, tiene en su vinculación al
tiempo que la entorna, una esencial razón de sentido, de vigencia y de fuerza.
La cercanía de la universidad a su circunstancia
socio-histórica, más que una opción, es, hoy por hoy, una necesidad. Tal vez
sea mayor la urgencia en nuestras sociedades latinoamericanas, que, sin
estructuras excesivamente fortalecidas por el uso o la tradición, deberían
descubrir en las universidades un irremplazable espacio de referencia de su
rumbo cultural. En toda universidad conviven la técnica y la ciencia, el arte y
las humanidades; esa universalidad es espacio céntrico desde el cual una alta
casa de estudios logra irradiar su influencia sobre la sociedad toda. En las
universidades trabajan frecuentemente los profesionales mejor preparados de la
sociedad, que ésta no aproveche debidamente ese potencial luce como una
lamentable y grotesca falta de sentido común.