Escribo porque…
preciso sostenerme en un compromiso ético, y porque junto al
placer que siento haciéndolo también he decidido cubrir mis comprensiones con
voces de imaginación y de esperanza.
Escribo porque…
elijo mi solitario destino de jugador de un juego cuyas
reglas solo yo conozco; porque me obligo a palpar, no la palabra cotidiana, la
del día a día, sino la otra: la elegida, la luminosa, la siempre protagonista; porque
necesito hacerme eco de eso que no puedo callar.
Escribo porque…
quiero dejar constancia de que vivo, de que estoy vivo; porque
desde muy temprano se hizo costumbre en mí rechazar obediencias impuestas; porque
me obligo a reconocerme en esas voces que surgen como anunciándose desde mucho
tiempo atrás; porque quiero dibujar mis días alrededor del juego de la
escritura (y como se ha dicho tantas veces nada hay más sagrado ni
trascendentalmente humano que el juego) en el que todo se trata de hablarme a
mí mismo y de convertir curiosidades y descubrimientos en significado y el
significado en rumbo.
Escribo porque…
poseo la certeza de que mi vida debe, necesariamente, poseer
un sentido; un espejismo del que no puedo prescindir y, acaso, escribir sea mi
manera de alentarlo; porque en vez de insertarme en tantos espacios compartidos
por muchos o por todos, necesito aferrarme a eso que me pertenece y me sustenta
y me hace ser parte de algo que solo tiene que ver conmigo.
Escribo para darle alguna forma al tiempo y hacer que mis
voces se parezcan a las cosas que me suceden y rescatar ese centro que me pertenece.
Escribo como un acto de preservación.