El
mundo: a veces, cercano, muy cercano;
otras, lejano, lejanísimo. En ocasiones, familiarmente comprensible;
otras, indescifrable, amenazador
incluso. Me desconcierta. Me abruma. Lo vivo: aceptándolo o padeciéndolo,
rehuyéndolo o enfrentándolo. Acompaño su armonía o confronto su rigor desde ese
lugar que es mi conciencia: más que un sitio, una
paulatina e interminable construcción. Desde ella elaboro diseños de mi
entorno y de mí mismo apoyándome en mi perspectiva. Item perspectiva: voz latina que significaba “mirar a través”:
noción relacionada con la natural abstracción de la mirada; pero, sobre todo,
con la manera que cada quien tiene de ver las cosas: desde eso que es y ha sido
su propia historia.
Nuestra historia personal: dentro de ella
acaso la contradicción sea uno de sus signos más frecuentes. A lo largo de los
días somos muchos: diferentes y semejantes. Somos permanencia y cambio, tan
genuinas son nuestras evoluciones como ciertas inalterables esencias que nunca
nos abandonan. Nuestra existencia está marcada, a la vez, por lo impredecible y
lo rutinario, por lo coherente y lo confuso. Rara vez totalmente seguros de
nosotros, no dejamos de buscar asideros en los cuales apoyarnos, razones a las
que apostar. Toda noción de apuesta apela a la de juego; en este caso, al juego
de vivir, donde, al igual que en cualquier otro, existen reglas, normas que nos vamos imponiendo nosotros mismos,
resultados que se nos van revelando poco a poco o repentinamente; y existirá en él, acaso, una conclusión que se terminará
imponiendo a cualquier otra: la de poder llegar a dar a nuestros itinerarios el
más importante de los significados: la aprobación.
Vivir, dijo el poeta
Cesare Pavese, es un oficio. Y es necesario dar forma a ese oficio; por
ejemplo, proponiéndonos vivir de acuerdo a ciertos proyectos. Escribir tal vez
sea una forma de entender mejor esos proyectos, dándoles un sentido muy próximo
a nuestra voluntad, a nuestra sensibilidad, a nuestra imaginación.
Montaigne, por su parte, habló de una sabiduría humana adquirida y expresada,
según él, “desde el repliegue”. ¿Qué es el repliegue? Acaso una emblemática
forma del conocimiento humano moderno, un saber que resuena, como contundente
eco, en esta otra afirmación de Montaigne: “El mundo mira siempre al frente; yo
repliego mi vista en el interior, yo la planto, yo la ocupo allá. Cada cual
mira al frente; yo miro dentro de mí...” Así, pues, la sabiduría del repliegue
sería ese discernimiento individual que busca entenderse en un saber de
introspecciones. Al mirar el ser humano dentro de sí mismo, las razones, sus
razones: confusas, complejas, contradictorias, cambiantes, pasan a depender de
muchas cosas: estados de ánimo, actitudes, circunstancias... Miradas asociadas,
en fin, a un siempre subjetivo cosmos interior de percepciones íntimas y
asociadas a diversas realidades particulares.
Una aceptada definición de eso que llamamos paranoia es la de
querer acogernos, a la hora de entendernos con el mundo, a un sistema personal
de interpretaciones. El paranoico toma la realidad y la introduce en el diseño
de sus miradas, deformándola en beneficio de su propia manera de mirar, sentir
y entender. Cabría concluirse que todos los seres humanos tenemos algo de
paranoicos; o mejor, que sin cierta dosis de paranoia, la existencia sería
absolutamente insoportable. Por cierto, existe en Montaigne la
idea de que en toda peculiaridad individual -¿en toda particular paranoia?-
encarna la condición humana. Algo parecido dijo Schopenhauer: el destino de la
humanidad concierne a cada quien y el de cada quien concierne a la
humanidad. O, quizá dicho de otro modo:
los seres humanos acaso nos parezcamos más de lo que solemos creer, y, en el
fondo, deseamos cosas parecidas, tenemos ilusiones semejantes, nos defendemos
de similares demonios.
Recuerdo
una frase de Simone de Beauvoir: “Declarar que la existencia es absurda es
negar que se le pueda dar sentido alguna vez; decir que es ambigua es afirmar
que su significado nunca es el mismo, que constantemente ha de ser adquirido.”
Ante una existencia ambigua o percibida como ambigua, oponemos nuestra autonomía
hecha de propósitos, discernimientos, convicciones, principios; pero sobre
todo, de una voluntad de relacionarnos con la realidad favoreciendo
un significado para nuestros recorridos al interior de esa aventura que es vivir.
La era moderna contempló
el paulatino debilitamiento y desaparición de los viejos dioses. Una ausencia
que dejó a los hombres más a solas consigo mismos, forzados a descubrir nuevas
devociones y afirmarse en otras creencias. A comienzos del siglo XIX, Claude
Henri de Rouvroy, conde de Saint Simon, dijo que como ya el cristianismo había
comenzado a desgastarse, y puesto que los hombres siempre necesitarían alguna
forma de devoción, el arte estaba llamado a ocupar ese espacio que la religión
dejaba vacío. Era una declaración de fe en el poder del arte, en el sentido
ético de la creación estética; en la facultad de ésta para transmitir verdades
que, individual y colectivamente, siempre será necesario a los seres humanos
conocer. Era, también, el reconocimiento de que el arte nos acerca a nuestra humanidad porque él logra hacer más visibles las sensaciones, los
sentimientos, las experiencias; porque abre ante cada espectador la posibilidad
de descubrir significados nuevos en las cosas o imprevistas correspondencias
entre éstas.
Hoy, aunque la idea del
arte como una religión luce una idealización algo exagerada, permanece en el
imaginario colectivo la visión de la creación artística como expresión de una extrema
honestidad individual y de un apasionado esfuerzo capaz de asignar un sentido a
la vida misma. Persiste, también, la imagen del artista como testigo de sí; evocador,
junto a su talante, de los más dignos comportamientos humanos: libertad,
autonomía, compromiso, verdad, entrega… Comúnmente aceptamos que todo creador,
para merecer tal nombre, precisa permanecer libre y honestamente comprometido
con su labor; y que solo en la absoluta autenticidad de sus creaciones podremos,
como espectadores, reconocer en ellas algunas respuestas a las interminables incertidumbres
de la existencia.
A través de nuestra
relación con el arte podemos proponernos legitimar esa particular temporalidad
que somos; por ejemplo, en el compromiso con una escritura en la cual
transmitir verdades que fuimos incorporando a nuestra propia vida; o en nuestra
voluntad por describirnos o inventarnos desde algunos espacios de nuestro mundo
interior; o en el afán por decir memorias y propósitos en los cuales traducir
anhelos de armonía y de justificación; o en la irrefutable convicción de que
sólo en cierta conquistada convicción de humildad, mesura y acuerdo con nosotros
mismos lograremos sustentar una mejor comprensión de ese destino que pudiera
aguardar por nosotros.
También pudiera tratarse
-¿por qué no?- de legitimarnos en esos diálogos que fuimos sosteniendo con
obras de arte que nos ayudaron a entender, tanto a nosotros mismos como al
tiempo que nos rodea.