En su libro Breviario de podredumbre, Cioran se
formuló una pregunta: “¿Quién halló jamás una sola verdad que fuera válida?” ¿A que verdades se
refería? Acaso a ésas destinadas a hacerse parte de creencias y certezas
compartidas por todos o por la mayoría; más que tristes, abrumadoras, densas,
torpes. (Y, de paso, recordaré aquí una extraordinaria frase de Sartre: “la
sabiduría de los pueblos es triste). En su descarnado estilo, Cioran supo
aludir a ese signo, generalmente áspero y abrumador, con que las épocas suelen
diseñar ciertas razones colectivas. Algo que, a fin de cuentas, indicaría que
muchas verdades del tiempo humano pudieran ser, paradójicamente, inhumanas.
Frente a las verdades
que muchos o casi todos comparten, están ésas que voy descubriendo por mí
mismo: me sirvieron, me
ayudaron, me orientaron, y eso fue haciéndolas necesarias. Rara vez definitivas,
mis verdades pueden cambiar. No necesariamente las que profeso ahora son las
mías de antes, y, probablemente algunas de ellas no serán las mías de después.
Pero mientras permanezcan conmigo me acompañarán ayudándome a contemplar, a
discernir, a orientarme, a entender.