Hace unos años leí estas
palabras del poeta venezolano Rafael Cadenas: “La fragmentación del mundo, tal
vez conduce al fragmento, o a todo lo contrario, a la obra ordenadora.”
Escritura fragmentaria y escritura ordenadora: una y otra necesariamente relacionadas
en una intención y una tensión poéticas. El ordenamiento apela al ensayo:
estética de las analogías y las comprensiones, jerarquización de las ideas y de
los argumentos, sentido poético de la organización. El asombro, por su parte,
apela al fragmento: estética de lo azariento, del
albur de los hallazgos, de la luminosidad de lo vivaz e irrepetible.
Ordenamiento o
fragmentación bien pudieran ser las secuelas de un mismo propósito: hacer de la
escritura instrumento, atalaya, tamiz. Escribir ensayos remite a la madurez de un individuo en pos de
explicaciones y respuestas. Los itinerarios de esa aventura lo van conduciendo
hacia una escritura de correspondencias, casi como la lenta reunión de las
piezas que arman un rompecabezas. Escribir
fragmentariamente acaso sea la mejor manera de reflejar las inesperadas
apariciones de ciertos descubrimientos. El fragmento es respuesta parcial y
espontánea. En ocasiones, se convierte en aforismo: expresión exacta y
algo arbitraria, inconclusa continuidad de lo vivo, visión furtiva de lo
entrevisto, estética de lo exacto.
Todos mis libros son
deudores, bien de un propósito ordenador que me llevó a detenerme en ciertas
curiosidades y comprensiones, bien de un esfuerzo por testimoniar revelaciones
adheridas a mi tiempo.
Ordenador fue El silencio, el ruido, la memoria.
Con él me propuse “intelectualizar” mi condición de venezolano. Como explicaba
en su introducción: quise escribir sobre Venezuela desde las miradas y
comprensiones surgidas de mi propio tiempo; una versión de Venezuela o una
conversión de su historia a través de imaginarios personalmente inteligibles.
Años después, y también
desde esa intención de entender a Venezuela, me aventuré en la escritura de Caín y el laberinto. Era el año 2002
y corrían momentos particularmente difíciles en la vida nacional. Media
Venezuela se hallaba enfrentada a la otra media. Una huelga general detenía al
país, mientras el gobernante de turno, en medio del más alucinado de los
personalismos, nos arrastraba a los venezolanos hasta los más oscuros confines
de nuestro siglo XIX. El drama nacional no podía dejar de impregnar las páginas
de ese libro que originalmente había pretendido ser un estudio de algunas
novelas venezolanas, en su mayoría publicadas en la segunda década del siglo
XX. Me propuse relacionar el desasosiego nacional con lo inhóspito de muchos
paisajes novelescos venezolanos; inhabitabilidad hecha ficción, hostilidad
fantaseada o fabulación de lo nunca hospitalario.
Si desde la memoria y un
esfuerzo de lucidez había escrito El
silencio, el ruido, la memoria y Caín
y el laberinto, desde un exaltado idealismo escribí La voz en el espejo y Arrogante último esplendor. A fin de
cuentas, tan necesarios son la lucidez como la imaginación. Por otra parte,
idealismo e imaginación se parecen: están hechos con la misma sustancia que
hilvana los sueños y los más trascendentes propósitos.
La
voz en el espejo
fue una personalísima recreación de cierto linaje de escritores de los cuales
quería sentirme deudor: Borges, Lezama Lima, Paz, Vargas Llosa, Pedro Henríquez
Ureña, Alfonso Reyes, Mariano Picón Salas, Alejo Carpentier... Era, sobre todo,
un libro de reconocimientos: intelectuales, morales, estéticos; escrito desde
una profunda necesidad de aproximar mi rostro a un colectivo rostro literario.
El título de mi libro Arrogante último esplendor fue una
referencia al fragmento de un texto gongorino que dice: “Arrogante esplendor,
que no bello, del último occidente”; quise con este libro expresar mi visión
del mundo actual desde un ideal de convivencia planetario entrevisto desde esa
América que me pertenece: la hispánica. Esencialmente, traté de establecer
diálogos entre mi tiempo latinoamericano y el tiempo occidental.
Libros ordenadores
fueron también: Puentes y voces
y El azar de las lecturas:
reflexiones surgidas de mis diálogos con esos interlocutores que son mis
estudiantes, a quienes me dirijo siempre tras haberme acercado a mis
convicciones, con quienes hablo después de haberme hablado a mí mismo.
Bajo la forma del
fragmento y de lo fragmentario emprendí la aventura de Espiral de tiempo y Testimonios,
espejismos y desconciertos. En ellos hacía alusiones muy diversas de
cosas tal y como las había visto o vivido en algún determinado momento. Libros
de voces sueltas, reflejos de temas que iban conduciéndome hacia otros temas en
reunión de conceptos y de imágenes que se hacían parte de mi vida.
Entre unos y otros, o
mejor, antes que la mayoría de los unos y de los otros, escribí el único libro
de poesía que, al menos en un sentido tradicional, he publicado. Lo titulé De la sombra el verso; y, a la
distancia distingo en él la expresión de una voz ordenadora y, a la vez,
fragmentaria. Y es que en todas esas voces que iban surgiendo de entre la
“sombra” –o lo que es lo mismo: en la lejanía, desde la quietud y la soledad-
se metaforizaba un espacio convertido en muy personal territorio desde el cual
tratar de entender y de entenderme.
Cada vez creo menos en
la tradicional y algo artificiosa diferencia entre los géneros literarios. Y
apuesto más y más por una palabra donde se borren muy viejos límites; que sea,
a la vez, prosa y poesía; poesía en prosa o prosa poética: voz totalizante y
suelta que soslaye linderos y aproxime intenciones y estilos, guiada sólo por
una voluntad de testimoniar y testimoniarme en voces que es placentero
escribir.