jueves, 1 de noviembre de 2012

HACE UNOS AÑOS LEÍ ESTAS PALABRAS DEL POETA VENEZOLANO RAFAEL CADENAS...


Hace unos años leí estas palabras del poeta venezolano Rafael Cadenas: “La fragmentación del mundo, tal vez conduce al fragmento, o a todo lo contrario, a la obra ordenadora.” Escritura fragmentaria y escritura ordenadora: una y otra necesariamente relacionadas en una intención y una tensión poéticas. El ordenamiento apela al ensayo: estética de las analogías y las comprensiones, jerarquización de las ideas y de los argumentos, sentido poético de la organización. El asombro, por su parte, apela al fragmento: estética de lo azariento, del albur de los hallazgos, de la luminosidad de lo vivaz e irrepetible.
Ordenamiento o fragmentación bien pudieran ser las secuelas de un mismo propósito: hacer de la escritura instrumento, atalaya, tamiz. Escribir ensayos remite a la  madurez de un individuo en pos de explicaciones y respuestas. Los itinerarios de esa aventura lo van conduciendo hacia una escritura de correspondencias, casi como la lenta reunión de las piezas que arman un rompecabezas. Escribir fragmentariamente acaso sea la mejor manera de reflejar las inesperadas apariciones de ciertos descubrimientos. El fragmento es respuesta parcial y espontánea. En ocasiones, se convierte en aforismo: expresión exacta y algo arbitraria, inconclusa continuidad de lo vivo, visión furtiva de lo entrevisto, estética de lo exacto.
Todos mis libros son deudores, bien de un propósito ordenador que me llevó a detenerme en ciertas curiosidades y comprensiones, bien de un esfuerzo por testimoniar revelaciones adheridas a mi tiempo.
Ordenador fue El silencio, el ruido, la memoria. Con él me propuse “intelectualizar” mi condición de venezolano. Como explicaba en su introducción: quise escribir sobre Venezuela desde las miradas y comprensiones surgidas de mi propio tiempo; una versión de Venezuela o una conversión de su historia a través de imaginarios personalmente inteligibles.
Años después, y también desde esa intención de entender a Venezuela, me aventuré en la escritura de Caín y el laberinto. Era el año 2002 y corrían momentos particularmente difíciles en la vida nacional. Media Venezuela se hallaba enfrentada a la otra media. Una huelga general detenía al país, mientras el gobernante de turno, en medio del más alucinado de los personalismos, nos arrastraba a los venezolanos hasta los más oscuros confines de nuestro siglo XIX. El drama nacional no podía dejar de impregnar las páginas de ese libro que originalmente había pretendido ser un estudio de algunas novelas venezolanas, en su mayoría publicadas en la segunda década del siglo XX. Me propuse relacionar el desasosiego nacional con lo inhóspito de muchos paisajes novelescos venezolanos; inhabitabilidad hecha ficción, hostilidad fantaseada o fabulación de lo nunca hospitalario.
Si desde la memoria y un esfuerzo de lucidez había escrito El silencio, el ruido, la memoria y Caín y el laberinto, desde un exaltado idealismo escribí La voz en el espejo y Arrogante último esplendor. A fin de cuentas, tan necesarios son la lucidez como la imaginación. Por otra parte, idealismo e imaginación se parecen: están hechos con la misma sustancia que hilvana los sueños y los más trascendentes propósitos.
La voz en el espejo fue una personalísima recreación de cierto linaje de escritores de los cuales quería sentirme deudor: Borges, Lezama Lima, Paz, Vargas Llosa, Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes, Mariano Picón Salas, Alejo Carpentier... Era, sobre todo, un libro de reconocimientos: intelectuales, morales, estéticos; escrito desde una profunda necesidad de aproximar mi rostro a un colectivo rostro literario.
El título de mi libro Arrogante último esplendor fue una referencia al fragmento de un texto gongorino que dice: “Arrogante esplendor, que no bello, del último occidente”; quise con este libro expresar mi visión del mundo actual desde un ideal de convivencia planetario entrevisto desde esa América que me pertenece: la hispánica. Esencialmente, traté de establecer diálogos entre mi tiempo latinoamericano y el tiempo occidental.
Libros ordenadores fueron también: Puentes y voces y El azar de las lecturas: reflexiones surgidas de mis diálogos con esos interlocutores que son mis estudiantes, a quienes me dirijo siempre tras haberme acercado a mis convicciones, con quienes hablo después de haberme hablado a mí mismo.
Bajo la forma del fragmento y de lo fragmentario emprendí la aventura de Espiral de tiempo y Testimonios, espejismos y desconciertos. En ellos hacía alusiones muy diversas de cosas tal y como las había visto o vivido en algún determinado momento. Libros de voces sueltas, reflejos de temas que iban conduciéndome hacia otros temas en reunión de conceptos y de imágenes que se hacían parte de mi vida.
Entre unos y otros, o mejor, antes que la mayoría de los unos y de los otros, escribí el único libro de poesía que, al menos en un sentido tradicional, he publicado. Lo titulé De la sombra el verso; y, a la distancia distingo en él la expresión de una voz ordenadora y, a la vez, fragmentaria. Y es que en todas esas voces que iban surgiendo de entre la “sombra” –o lo que es lo mismo: en la lejanía, desde la quietud y la soledad- se metaforizaba un espacio convertido en muy personal territorio desde el cual tratar de entender y de entenderme.
Cada vez creo menos en la tradicional y algo artificiosa diferencia entre los géneros literarios. Y apuesto más y más por una palabra donde se borren muy viejos límites; que sea, a la vez, prosa y poesía; poesía en prosa o prosa poética: voz totalizante y suelta que soslaye linderos y aproxime intenciones y estilos, guiada sólo por una voluntad de testimoniar y testimoniarme en voces que es placentero escribir.