Alguna vez declaró
Goethe que la escritura era un “abuso de la palabra”. Y mucho antes que él, los
antiguos griegos distinguieron en la escritura un pálido sucedáneo de la voz
oral. Pitágoras sostenía que los libros eran ataduras que mataban el espíritu,
mientras que la voz humana era su alimento vivificador; para Platón, la
escritura era un insuficiente reflejo de la voz que ella suplantaba, siempre
inferior a ésta, incapaz de responder, como sí podía hacerlo un hablante, a las
interrogantes que directamente se le formulasen. Para los griegos, para Goethe,
para tantos y tantos otros, la verbalidad era colocada muy por encima de una
escritura percibida como deformante o entorpecedora de la necesaria fluidez en
el diálogo entre los hombres. En realidad, acaso pudiera ser más bien lo
contrario: que la escritura corrigiese cierto riesgo siempre presente en la
palabra hablada: su rapidez amenazada de improvisación, la fugacidad de sus
contigencias, la evanescencia de sus frecuentes titubeos, su fragilidad deudora
de tantos circunstancialismos. Por supuesto que también la escritura puede
debilitar las palabras: rutinizándolas, frivolizándolas, banalizándolas; pero,
quizá a causa de la búsqueda estética que ella precisa, a causa de su mayor
conciencia de perdurabilidad y trascendencia, el riesgo sea menor o más
conjurable.