En 1894, cuando apenas
contaba con veintitrés años, Valéry escribió un curioso ensayo: Introducción al método de Leonardo da Vinci.
En él postulaba una versión muy personal de un Leonardo capaz de diseñar un
orden universal con el cual sustraerse al caos de la realidad. Lo llamativo era
la forma como Valéry convertía a Leonardo en emblema de su propia necesidad de
entender el mundo. “No encontré –dice- nada mejor que atribuir al infortunado
Leonardo mis propias inquietudes, trasladando el desorden de mi espíritu a la
complejidad del suyo. Le infligí todos mis deseos a título de posesiones. Le
presté muchas dificultades que me obsesionaban en aquel tiempo, como si él las
hubiera encontrado y superado. Cambié mis apuros por su supuesta habilidad. Me
atreví a considerarme con su nombre, y a utilizar mi persona. Era falso, pero
estaba lleno de vida”.
El propio Valéry pareció aplicar en su vida ese método que había asociado
con Leonardo. Entre
1894 y 1945, durante más de cuarenta años, escribió doscientos sesenta y un
cuadernos que sumaron un total de veintiséis mil páginas. Escribía todos los
días, entre las cuatro y las seis de la mañana, sobre cualquier tema. Ideal de
la escritura como orden y, sobre todo, como unidad construida por palabras que son
o aspiran a ser coherencia, sentido, suma, norma... Junto a la organización de
las voces, regular los interminables instantes que van construyendo nuestro
tiempo humano, acaso como una manera de rescatarse el poeta de la confusión y
alcanzar cierta armonía dentro y fuera de él. Acaso un ideal; en todo caso,
admirable ideal y admirable compromiso del creador.
Alguna vez se refirió
Valéry a las razones que lo llevaban a escribir. La primera: procurarse placer
y alegría; la segunda, alcanzar con su acto un personal conocimiento de lo
nombrado. Alguien comentó alguna vez que en Valéry el académico se alimentaba
del poeta; acaso la más bella y exacta de las maneras de definir esos seres de
palabras que, de un lado, escriben eso que la razón les dicta, y, por el otro,
dibujan con sus voces imágenes surgidas de sus vivencias, ilusiones y
sentimientos. Creo que en Francia se cometió una injusticia con Valéry. Su
imagen de pensador y poeta pareciera avenirse mal con lo que, a partir de algún
momento, se volvería la preferencia del mundo intelectual francés: filósofos
empeñados en copiar de los científicos voces, dialectos y ademanes.