Existen
seres de palabras con un sentido muy práctico de la realidad. Hay otros que
parecieran mantenerse totalmente ajenos a ella. Unos propenden a las
fantasmagorías: visiones creadas por ellos mismos. Otros permanecen apegados a
lo cotidiano, volcados en la interminable reflexión sobre todo cuanto
consideran imprescindible y cercano. Hay seres de palabras que, constantemente,
revolotean alrededor del brillo y el calor de algunos vocablos,
desinteresándose de todo lo demás.
Hay
seres de palabras que precisan contemplar sus vidas bajo un sentido de unidad y
que convierten la lucidez en punto de partida de todos sus hallazgos. La
palabra es, para ellos, una forma de sobrevivir en el camino, un lugar desde
donde avizorar por sobre las circunstancias y distinguir en medio de la confusión. Su voz describe una y
otra vez las ilusiones que cimentan sus itinerarios. Para ellos la existencia
se apoya en ideas; no ideas abstractas, sino, por el contrario, visiones
inspiradoras, argumentos. Hay seres de palabras para quienes la realidad es una
sola cosa; para otros, ella es demasiadas cosas y, generalmente,
contradictorias. Hay seres de palabras que erigen como indudable meta de su
vida la esperanza. Otros creen sólo en la intensidad de ciertos instantes. Hay
seres de palabras empeñados en vociferar a los cuatro vientos sus asombros y
manifestar, interminablemente, los descubrimientos que acompañan su vivir.
Otros, se expresan sin que apenas pueda escucharse su voz, una voz convertida
en casi inaudible murmullo de incertidumbres, inseguridades y conjeturas. Para
algunos, la vida es hechizo; para otros, razón. Unos tratan de gobernar su vida
e, incluso, parecieran proponerse dominar la vida de todos. Otros se esfuerzan
inútilmente por dirigir, apenas, algunos instantes de su propia vida. Asertivos
o tímidos, atormentados o serenos, firmes o inseguros, los seres de palabras
necesitan, cada uno a su manera, usar su voz para nombrar el tiempo que los
rodea y los dibuja.