Había una vez... las voces con que empecé a
nombrar el mundo y a nombrarme dentro del mundo; voces como ésas con las que
empiezan tantas preguntas infantiles: ¿qué es esto? ¿qué quiere decir aquello?
¿Por qué sí? ¿Por qué no?
Había una vez... las voces que empecé a
leer y que leo. Me entretienen, me abstraen, me informan; pueden llegar a
apasionarme, aunque no las perciba mías ni cercanas a mi universo. Pero en
ellas descubro experiencias que me enriquecen y que, acaso, me conduzcan hacia
mi propia sabiduría.
Había una vez... las voces que
comencé a escribir y que escribo: adheridas a mi propia historia; ecos,
instrumentos, respuestas, propósitos, gestos, finalidad... Se relacionan con mi
universo, pero también con texturas y acentos halladas en las páginas de libros
de algunos autores: tonalidad y sentido de los que no podría apartarme.
Pero, además, “Había una vez” evoca para
mí algo mucho más personal: el título de la más antigua de mis lecturas, el
nombre del primer libro que recuerdo haber leído. Me lo regaló mi madre, allá
por el comienzo de mi infancia. Desarrollar en mí el gusto por la lectura fue
una de sus obsesiones. Se propuso transmitírmelo, entre otras cosas, eliminando
de casa la televisión. Por muchos años no tuvimos televisor en casa, para, como
ella decía, no permanecer sentados frente a una pantalla todo el santo día.
Leer nos habitúa a vivir en muy estrecha relación con la fantasía, a establecer
puentes entre la realidad del afuera y nuestra propia realidad. Leemos y
acercamos las voces leídas a nuestras vivencias. Leía, en general, bastante; en
todo caso más que la mayoría de los niños que me rodeaban, algo que, junto a mi
imaginación y cierta propensión a la soledad, me hizo, muy temprano, sentirme
diferente. Sentirse o saberse diferente es algo que suele conducir a un mismo
resultado: ver a los otros con desconcierto: sin entender nunca del todo ni sus
gestos ni sus razones, sabiendo que siempre existirán muy diversas y complejas
diferencias entre nosotros y la gran mayoría de los otros.