jueves, 30 de agosto de 2012

DESDE HACE MÁS DE TREINTA AÑOS...


Desde hace más de treinta años soy profesor. Y si algo he aprendido en todo este tiempo es que dirigirme a esos estudiantes que son mis interlocutores es algo que no podría hacer sino desde esas palabras que son ecos de mi camino y mi memoria. Al hablar a mis alumnos lo hago desde esas mismas voces que escribo y vivo. Distingo en la enseñanza y en la escritura acciones muy semejantes. Hablar a los estudiantes que son mis interlocutores es algo que no puedo hacer sino desde mi experiencia.

Pareciera como si escribir dentro de los espacios de la Academia obligase a quien lo hace a deslindarse de su voz para hablar sólo con las entonaciones del especialismo o con voces prestadas por otros. Nunca he podido entender por qué tanto temor en muchos intelectuales a expresarse desde la propia conciencia ni por qué de tanto esfuerzo por escoger el tono más impersonal a la hora de decir. Paradoja de una palabra –lo más humano de lo humano- empeñada en negar la humanidad de su expresión. ¿Por qué la voz de las ideas, que busca argumentos, que trata de dar forma al pensamiento, tiene que ser pesada, obesa, densa, torpe? ¿Por qué no disfrutar de la belleza de esas palabras que, además de su condición estética, nos convenzan con sus razones, nos conmuevan con las verdades que ellas transmiten?

Enseñar irá siempre de la mano del aprendizaje de vivir. Existe una evidente teatralidad en el acto de dar clase; pero es una teatralidad viva, genuina. La ética de nuestras palabras –o la ética que debe necesariamente dibujar el sentido de nuestras palabras- será el más contundente apoyo a ese acto teatral que es dar clase; y autenticidad, honestidad y compromiso serán palabras que no podrían dejar de relacionarse con él.