Desde
hace más de treinta años soy profesor. Y si algo he aprendido en todo este
tiempo es que dirigirme a esos estudiantes que son mis interlocutores es algo
que no podría hacer sino desde esas palabras que son ecos de mi camino y mi
memoria. Al hablar a mis alumnos lo hago desde esas mismas voces que escribo y
vivo. Distingo en la enseñanza y en la escritura acciones muy semejantes.
Hablar a los estudiantes que son mis interlocutores es algo que no puedo hacer
sino desde mi experiencia.
Pareciera como si escribir dentro de los
espacios de la Academia obligase a quien lo hace a deslindarse de su voz para hablar
sólo con las entonaciones del especialismo o con voces prestadas por otros.
Nunca he podido entender por qué tanto temor en muchos intelectuales a
expresarse desde la propia conciencia ni por qué de tanto esfuerzo por escoger
el tono más impersonal a la hora de decir. Paradoja de una palabra –lo más
humano de lo humano- empeñada en negar la humanidad de su expresión. ¿Por qué
la voz de las ideas, que busca argumentos, que trata de dar forma al
pensamiento, tiene que ser pesada, obesa, densa, torpe? ¿Por qué no disfrutar
de la belleza de esas palabras que, además de su condición estética, nos
convenzan con sus razones, nos conmuevan con las verdades que ellas transmiten?