Nuestra
época muestra tanto la estridencia de los dialectos como la universalidad de
las ritualizaciones. De un lado, la semejanza superficial que no es sino sólo
aparente similitud; del otro, la multiplicación de palabras de encierro que son
localismos infinitesimales, parlas de sectas y catacumbas. La traducción abre
el camino a la posibilidad ética de las palabras. Por medio de la traducción
podrían comunicarse y entenderse las diferencias genuinas y necesarias, las
pluralidades legítimas. La validez de las diferencias se apoyaría en la
traducción. Ella establece que las palabras de los hombres tienen, todas,
derecho a existir; que las tradiciones y costumbres pueden dialogar sin
enfrentarse, todas merecedoras de ser escuchadas y comprendidas.