Se cuenta en la
Biblia que el castigo de la mujer de Lot fue permanecer para siempre convertida
en una estatua de sal. Fue su penitencia a un pecado: mirar atrás. Mirar atrás
puede sugerir varias cosas: fijación obsesiva sobre lo que ya ha transcurrido,
negarse a avanzar hacia adelante: hacia el futuro, el porvenir. Un bloque de
sal ‑cosa inerte, muerta‑ encarna la
desvitalización del recuerdo; de alguna manera: la petrificación de la mirada.
La pasividad de la memoria transforma la evocación en culto; cosifica un tiempo
que deja de ser recuerdo para convertirse en sola referencia. Obsesión. Idea
única.
Una de las cosas que primero llamaría la
atención a cualquiera que por vez primera llegase a Venezuela sería la
presencia constante, recurrente y obsesivamente repetida de la figura de
Bolívar. Su imagen aparece, inagotable, por todos lados: en la moneda nacional;
en los retratos de todas las oficinas públicas, de todos los ministerios, de
todos los liceos; en las innumerables esculturas que nos contemplan desde las
"plazas Bolívar" repartidas a lo largo y ancho del país. Frases de
Bolívar se citan en todo momento. Las dicen los políticos. Las repiten los
intelectuales. Las declaman los locutores de radio y de televisión. Las
muestran las vallas publicitarias. Las proclaman, convertidas en graffitti,
paredes de pueblos y ciudades. El recuerdo del héroe, las alusiones a sus obras
y a su pensamiento, aparecen, vociferantemente presentes, en todos los lugares,
en todas las circunstancias.
Cualquier típica biografía del Libertador
para uso escolar, distingue, al igual que las de las vidas de santos o de
humanizadas deidades, dos etapas: una privada, de abundantes testimonios
apócrifos que se revisten de leyenda ‑el
golpe de la pelota del joven Simón al sombrero del futuro Fernando VII, por
ejemplo‑; la otra pública, mucho más conocida, permanente fuente de
inspiración, ejemplo para todo y para todos. La sacralización del Libertador se
acompaña de un catecismo bolivariano: fundamental breviario de donde se extraen
moralejas y enseñanzas, ejemplos y consejas. Sobre este catecismo ha terminado
por articularse una especie de conciencia nacional, de moral de uso público.
Un culto bolivariano supone la presencia de
una moral bolivariana: ética que gira alrededor de todo cuanto provenga del
Libertador. Bolívar es el gran político, el máximo estadista, el sublime
legislador, el inigualable militar, el incomparable educador. Cualquier virtud
imaginable se asocia a su figura. El culto bolivariano ha convertido a Bolívar
en figura sobrenatural, venida a nuestro país casi a "sufrir por
nosotros", a "darnos la libertad", a "redimirnos".
Nuestra ruidosa historia oficial nos recuerda constantemente que todos sus
bienes los perdió en esa empresa. Recuerda, también, cómo la muerte del
Libertador llegó en medio de la ingratitud de los hombres de su tiempo. De
hecho a los venezolanos se nos enseña desde la escuela a expiar una especie de
culpa adánica: la de haber negado a Bolívar. Seguir a Páez dándole la espalda
al Libertador es nuestro pecado original de nación. Fuimos una especie de
pueblo elegido que conoció el inmenso privilegio de tener un Mesías que naciese
en él y, sin embargo, lo negamos; no supimos estar a la altura de semejante
privilegio. La imagen de un Bolívar empobrecido y enfermo que abandona el país
para siempre, que muere solo en Santa Marta, en la casa de un español, atendido
por un médico francés, lejos de Caracas, lejos de Venezuela, lejos de todos,
acompaña en simbólico signo de culpabilidad y deshonor el origen republicano de
Venezuela: allí pareció comenzar el errático destino nacional: ése fue el
principio de nuestra incapacidad como país, de nuestra impotencia de patria.
En situaciones difíciles para pueblos y
culturas, la sublimación del pasado puede ser algo tan motivante como el
compartir metas e ideales comunes. Se trata de galvanizar voluntades sobre la
admiración de un pasado enaltecedor. En Venezuela otorga dividendos utilizar a
Bolívar. El Libertador da respetabilidad a quien lo usa. Es patriótico citar
sus máximas. Es ejemplar y es cívico afirmarse como su incondicional devoto.
Gobierno tras gobierno, caudillo tras caudillo, nuestro tiempo histórico
republicano reeditaba, multiplicaba, añadía y aumentaba el estereotipo de un
Bolívar semidivino. Cada autócrata utilizó, en su beneficio, la leyenda del
grande hombre y le añadió a ella su propia cercanía. Guzmán Blanco se hizo
llamar el Regenerador. Editó un medallón de dos caras, cada una de las cuales
contenía un perfil: uno ‑claro, está‑
el suyo propio; el otro, el de Bolívar. Cipriano Castro fue el
Restaurador que decía inspirar de Bolívar su exaltado patriotismo contra las
potencias europeas que, prepotentes, venían a cobrar por la fuerza viejas
deudas. Gómez fue el Rehabilitador y se dice que sus áulicos alteraron en un
día la fecha de su muerte para hacerla coincidir con la del Libertador: el 17
de diciembre. Hace algunos años, al morir Rómulo Betancourt, se lo llamó Padre
de la Democracia e, inmediatamente, se lo equiparó con Bolívar ‑el Padre de la
Patria‑ (lo que, dicho sea de paso,
expresivamente señala hasta qué punto los venezolanos siempre pareciéramos
estar buscando un padre sobre el que cimentar hitos de patriótica
grandilocuencia: nuestras referencias dignificantes comienzan siempre con la identificación de un padre).
Definitivamente el ser comparado con Bolívar es, ha sido siempre y continuará
siendo, la máxima ofrenda, el atributo sublime, para cualquier hombre público
venezolano.
Otras características del culto al
Libertador se relacionan con esa peculiaridad de nuestra tradición cultural que
nos lleva a la hipervalorizar los hechos de guerra. Nuestras veneraciones
históricas recaen mucho más a menudo sobre el hombre de armas que sobre el hombre de letras.
Historia la nuestra de hombres y hechos; historia de gestos, o mejor, historia
que venera los gestos de algunos hombres. Los venezolanos, hemos terminado por
hacer con Bolívar aquello que preconizaba Carlyle en relación a los héroes:
convertirlos en máxima referencia, en ideal, en aspiración suprema. La
admiración hacia el ejemplo de sus grandes hombres es para todo pueblo mucho
más importante ‑decía Carlyle‑ que cualquier ideología. En el caso
venezolano, mucho más que la Constitución Nacional, nuestra referencia
colectiva final es Bolívar. "Hombres ideales" o "Héroes"
llamó Carlyle a quienes lograban encarnar los más altos ideales de una nación o
una cultura. Según Carlyle no existía constitución ni legislación que pudiesen
competir con la eficacia patriótica de estos "hombres ideales". En la
premisa de Carlyle: "Hallad en un país cualquiera el hombre capaz que pueda existir allí;
elevadle a la dignidad suprema, y lealmente reverenciadle: ya tenéis un
gobierno perfecto para ese país" pareciéramos los venezolanos haber
inspirado la mayor parte de nuestro itinerario político nacional. De allí la
causa de que el personalismo haya sido su rasgo más característico.