Alguna vez dijo Guillermo Meneses
que la escritura era un "camino de perfección": respuesta liberadora
para el escritor y hallazgo liberador para el lector. Lo cito: "La
literatura ‑el arte todo‑ es un camino de perfección, en el sentido como puede
entenderlo cada cual: un camino de perfección que tiene al hombre como fin y
principio y, además, un camino de perfección que puede ser seguido por los
hombres, todos, en la medida en que cada quién haga lo que está a su alcance
para estar presente en lo que el artista ha realizado". La idea de Meneses
señalaría, además, que los hallazgos del escritor propician un encuentro entre
él y ese lector que, leyéndolo, reconoce mucho de sí y de su propio universo en
esa palabra escrita por otro. En el caso de la moderna novela venezolana, ese
encuentro o autodescubrimiento pareciera darse, principalmente, en la
desorientación o el agobio. Catarsis a la inversa: revelación en medio de la
incertidumbre. Camino de perfección que pareciera evocar sólo la imperfección;
camino desorientador. A fin de cuentas, no camino: itinerario o trayecto
siempre confuso y desconcertante en el que se cruzan sin cesar el avance y el
regreso, la vuelta atrás y el recomienzo, la búsqueda y el extravío, el
hallazgo y la inconclusión.
Américo Arlequín, uno de los
personajes de La misa de Arlequín, escribe, él mismo, su propia novela,
un texto que abarca tanto su vida como la historia venezolana. Dos recorridos,
dos construcciones verbales: uno compuesto por muy fragmentarias y pintorescas
visiones del pasado nacional; el otro conformado por diversas visiones y
recuerdos de la propia vida del personaje Américo Arlequín. Las imágenes saltan
de una referencia a otra. Se mueven de lo individual a lo colectivo. Ambos
niveles, el personal y el histórico se entremezclan, se suceden, se
interrumpen, se reencuentran. El lector contempla esa relación entre la
ficcionalizada memoria de una existencia individual y la ficcionalizada memoria
de un tiempo colectivo y extrae sus propias conclusiones. ¿Comunicación de
formas? ¿Cercanía de signos? ¿Emparentamiento de resultados? En todo caso,
semejanza en la respuesta que las dos memorias suscitan: el rechazo. El lector
rechaza la vida de Américo Arlequín, así como la de casi todos los otros
personajes que aparecen en la novela de Meneses; y rechaza, también, esa obra,
en ocasiones trágica y, en ocasiones bufa, que es la historia de Venezuela
protagonizada por Arlequín.
Arlequín, mimo y clown,
representa la historia del país en algunos de sus episodios más grotescos o
inverosímiles, como el del negro esclavo Miguel que se proclamó rey a las
riberas del río Buría y nombró entre los otros esclavos que lo acompañaban a su
corte de dignatarios, de obispos y de príncipes. O como ese episodio titulado
el “Ballet de los coroneles”: una ridícula farsa de muchos militares
convertidos en políticos o en tiranos, o en ambos a la vez. En fin, el
itinerario del país protagonizado por Arlequín es el del ridículo sainete, el
del gran teatro de la irrisión; no un teatro del mundo a la manera de Calderón
de la Barca: la vida toda concebida como representación en la que los seres
humanos jugamos un rol, sino la historia y el tiempo disfrazados,
exclusivamente, con el ropaje de lo grotesco, de lo ridículo.
En La misa de Arlequín
están presentes varios de los signos entrevistos en las diversas novelas
leídas. Está presente el vacío de la desolación junto al lleno de la
caricatura, la oquedad de las ilusiones y la plenitud de los escarnios. Está
presente, también, la intemperie; intemperie de épocas y de experiencias
colectivas e individuales, vividas en la incertidumbre y en la agonía. Está
presente la crudeza de un universo dibujado desde el escondrijo, el rincón, el
oscuro recoveco. Está presente, por último, la paradoja: el fracaso que se
regodea en el fracaso, la humillación indiferente ante sí misma.
Una novela es, por sobre cualquier otra
cosa, la creación de un universo; un espacio en el que suceden cosas, habitado
por personajes, gobernado por leyes. Un mundo que, para quien lo lee, para
quien se acerca a él y lo recorre, puede resultar habitable o inhabitable,
acogedor u hostil. Habitable es lo cálido, lo armonioso, lo cobijante y
predecible. Habitabilidad tiene que ver con la fiabilidad de ese lugar en el
que moramos. Habitable es el territorio donde nos movemos en confiada libertad
porque nada en él luce amenazante o impredecible. Habitable es esa condición
esencial que los seres humanos necesitamos percibir en nuestro entorno para
poder hacer de él morada. En lo novelesco, habitables resultan los mundos de
ficción de firmes construcciones y densos paisajes; poblados de rostros nítidos
de expresiones precisas; regidos por leyes claramente perceptibles, fácilmente
identificables. La habitabilidad pareciera perderse o desvanecerse en ficciones
de muy prevalecientes diseños de inadecuación, incomprensión o extrañeza. No
lucen, quizá, habitables esas novelas de personajes imprecisos y fugaces, de
leyes poco definibles y de espacios permanentemente degradados: intemperies
desorientadoras o muy reiteradas superficies de agobiante encierro.
La abundancia de confundidos
personajes al interior de confusos escenarios como los que propone José Balza,
Salvador Garmendia con sus pausadas descripciones de mínimos supervivientes
urbanos, Guillermo Meneses con sus autodestructivas confusiones y sus
interminables fracasos, las verbalizaciones monstruosamente totalizantes y
monstruosamente confusas de Britto García, González León con sus visiones de
repetidos tiempos siempre condenados, Denzil Romero y sus interminables sumas
de ingeniosidades y delirantes anecdotarios... Postulaciones, todas, de la
inhabitabilidad hecha ficción, de la hostilidad fantaseada, de lo inhóspito
convertido en fábula. Construcciones verbales de una ética de la inconformidad
y del desánimo asentada sobre muchas irritadas vigilias y sobre mucha lucidez
condenatoria; recreaciones de una ética de lo precario y lo furtivo que
pareciera cobrar forma en esa atroz revelación expresada por el personaje de Viejo
de González León: “Nadie canta victoria en este insomnio maldito”. En suma: una
moral de la inconformidad expresada a través de una estética de lo inhóspito,
algo que en Venezuela ha llegado a traspasar el ámbito de lo puramente
narrativo hasta invadir otros universos estéticos. Como, por ejemplo, el de un cine nacional que, desde hace
décadas, no cesa de insistir, obsesiva e interminablemente, en la
construcción de códigos de marginalidad y de violencia delincuente volcados
sobre monótonas galerías de personajes
siempre semejantes: seres infractores y transgresores; pero, por sobre
todo, seres trágica y tempranamente vencidos.
En su libro Contra la
interpretación[1], Susan
Sontag comenta la opinión de la novelista francesa Nathalie Sarraute, según la
cual “el genio de nuestra época es la suspicacia”. Maurice Blanchot, otro
francés, ha dicho que cada vez más "escritores se encuentran en la cómica
situación de no tener nada que decir". Desear escribir y no saber muy bien
de qué; no tener nada que decir y, por ello no hablar de nada en particular. No
creo que ni la suspicacia, a la cual la Sarraute califica de “vicio dominante”
de nuestro tiempo; ni, tampoco, el hastío al que se refiere Blanchot, estén
presentes en las distintas novelas a que he hecho referencia en estas páginas.
Quizá en nuestro país existan todavía muchas cosas por identificar. Permanezca,
aún, mucho por bautizar. Los escritores desean ser testigos. Testigos que creen
todavía en su potestad para nombrar, inventar y, sobre todo, para criticar y
condenar. No parecieran pertenecer a los novelistas venezolanos ni la
suspicacia ni el aburrimiento. Suyas son otras cosas: la soledad y el
descorazonamiento, el desconcierto y la inquietud, el desasosiego y la condena,
la incertidumbre y el desarraigo; y, frecuentemente también, la ira, la rabia,
la desesperación.
Muchas
interrogantes nos han acompañado a los venezolanos por mucho tiempo. ¿Qué
somos? ¿Qué nos identifica? ¿Cuáles son nuestros orígenes? ¿Cuáles son nuestros
espacios? ¿Cómo nos percibimos dentro de esos espacios? Cabría, quizá,
reformular algunas de esas preguntas para poder avizorar sus posibles
respuestas: ¿por qué los venezolanos nos percibimos tan negativamente? ¿Por qué
son tan confusos nuestros espacios? ¿Por qué lucen, a veces, tan débiles
nuestras referencias? ¿Por qué nos rodean tantas contradicciones? ¿Por qué
tanta ausencia de nortes, tanta falta de centro, tanta vislumbrada errancia,
tantos desdibujados itinerarios en torno nuestro?
Las más significativas novelas escritas a lo largo de las
décadas que acompañaron las transformaciones de la modernidad venezolana,
parecieron haberse esforzado en responder, cada una a su manera, algunas de
esas preguntas. La mayoría grita desde sus páginas mucho rechazo, mucha
confusión. Está presente en ellas, desde luego, un inconformismo alrededor del
cual todo pareciera gravitar. Pero lo más peculiar es que, en medio de tantas
enfáticas entonaciones, resulta a menudo evidente cierta contradicción entre la
presencia de una voz que denuncia y esa misma voz que pareciera dudar de su
poder para denunciar; que lo estentóreo de la expresión se relacione tan
frecuentemente con lo subrepticio y confuso de las intenciones. A veces,
distingo en algunas de esas novelas la forma de un acertijo, acaso un remedo de
ese inmenso acertijo que nunca ha dejado de ser el tiempo que hemos ido
construyendo los venezolanos.