Lo que vemos y lo que nos
gustaría ver: posibilidades, a fin de cuentas, la una tanto como la otra.
Voluntad de ver eso que quisiéramos: una apuesta, riesgosa pero apuesta al fin. De la voluntad de acercarnos a la
realidad desde la intensidad y la forma de nuestros deseos trata Fanny y Alexander (1982), la última de las
películas que Ingmar Bergman realizara para el cine. Ella nos muestra la
posibilidad de descubrir, gracias a la imaginación, esas cosas maravillosas que
la vida pueda ofrecernos. Es una propuesta que nos llega junto a tres escenas
centrales del filme. En la
primera de ellas, Oscar Ekdahl, director del grupo de teatro de la ciudad de
Upsala y padre de Alexander, joven protagonista del filme, se dirige a los
actores de su compañía y les habla del contraste entre el mundo del teatro,
donde todas las cosas tienen un sentido y una armonía, y el mundo real: duro,
áspero, pero, sobre todo, impredecible, y lo que es peor, frecuentemente
absurdo. En la segunda escena, hacia el final de la película, un tío de
Alexander, pronuncia un breve discurso ante toda la familia reunida: “Déjennos
ser felices tanto como podamos. Déjennos disfrutar la vida. Es necesario, y no
es vergonzoso, disfrutar de este pequeño mundo: de la buena comida, de los
árboles que florecen, de la música...” Antes de esa exhortación, el mismo
personaje había exclamado: “la maldad recorre el mundo como un perro rabioso”.
En la tercera y última de las escenas, con la que, por cierto, concluye la
película, la abuela de Alexander, matriarca de la familia Ekdahl, toma un libro
de Augusto Strindberg y de él lee un breve fragmento: “Todo puede suceder, en
el delgado marco de la realidad, la imaginación no cesa de girar creando nuevos
patrones...”
Tres escenas que nos comunican una
verdad que resulta imposible no compartir: la imaginación puede abrirnos las
puertas hacia una vida más feliz. Sin embargo, hay un insoslayable matiz en
esto: el descubrimiento de la felicidad está necesariamente relacionado con la
vivencia de la infelicidad, el reconocimiento de la una como consecuencia de
haber sufrido la otra.
En el filme, el personaje de
Vergérus, Obispo de Upsala y padrastro de Alexander, abre a éste las puertas de
un universo de puritanismo enfermizo y desquiciado. El contraste que establece
el filme entre el mundo de Vergérus y el mundo epicúreo de la familia Ekdahl, nos conduce a una
sola conclusión posible: los seres humanos podemos escoger vivir a plenitud o
condenarnos a una existencia degradada: somos los únicos causantes de nuestra
felicidad o de nuestra miseria.