Agotada
danza de un tiempo que muere. Las horas ahogan a las horas en ya brusco
chapoteo. Los dioses cuelgan, inertes, en la bóveda de un cielo auroral. El
tiempo se desvanece en instantes siempre iguales a sí mismos. Los interminables
relojes han detenido su desasosiego en el centro de un devastado caos.
Exhaustos, los protagonistas del viejo tiempo continúan danzando. Burócratas y
banqueros, burgueses y políticos, comisarios y profetas, amos y esclavos: todos
unen sus manos en el ritual sagrado de las mayorías. Todos continúan la danza
al compás de la suma y la estadística, de la cuantificación y el balance, del
promedio y el porcentaje. La mortecina luz del amanecer anuncia el fin de la
fiesta. Sobre las cabezas de los agotados comensales cae el telón. Las
anteriores llamas se han convertido en apenas lumbre, preludio de ralas
cenizas. Todas las horas avanzan hacia el último cansancio. La mímica universal
del aburrimiento oculta el vacío de un tiempo enloquecido que está olvidando
las palabras.