Ante las cosas que nos rodean solemos aplicar eso que Paul
Valéry llamaba “la manía interrogante”: preguntar y preguntarnos sin renunciar
a ciertos porqués y a determinados cómos; empeñarnos en elucidar dudas tratando,
quizá, de sentirnos menos inseguros o menos insatisfechos. Con nuestras respuestas, refugiarnos en un espacio de espejismos, esperanzas e ilusiones; un lugar donde
erigir imaginarios y razones, donde reinventarnos, donde recordar sabiendo asignar nuevos
significados a cada evocación. Un espacio, en fin, donde esforzarnos en el muy
difícil arte de vivir y, sobre todo, de alcanzar a ser felices al vivir.