Una
sentencia náhuatl dice: “El hombre, ese ser misterioso que llega al mundo ‘sin
rostro’ y a quien la vida le enseña a tomar una cara”. Existen ciertos seres
cuyos rostros se identifican, acaso principalmente, con sus voces y lo que son
capaces de expresar con ellas. Son los intelectuales: minuciosos colocadores de
nombres, curiosos empeñados en entender e interesarse por muchas cosas,
interminables formuladores de preguntas capaces de convertir sus respuestas o
su búsqueda de respuestas en aventura siempre amenazada por el riesgo de la
desorientación. Por sobre todo amantes de las palabras, esos seres a quienes
podemos dar diversos nombres -pensadores, escritores, maestros- tienden a
apoyarse sobre un orden verbal que les sirve, no solo para comunicar sino
también para orientarse; para convertir memorias y aprendizajes, deseos y convicciones,
juicios y condenas en muy diversas cosas: refugio, atalaya, espejo...