A comienzos del siglo
XVIII, Daniel Defoe publicó su relato sobre un náufrago llamado Robinson
Crusoe. Todo en esa novela expresaba certeza en el futuro: la inteligencia
occidental reharía el mundo, la naturaleza se convertiría en el bien material
del hombre civilizado, la voluntad de dominio europea abriría para el porvenir
las puertas de un definitivo control del tiempo y de la historia.
En 1954, William
Golding publicó El señor de las moscas,
una novela que desarrollaba también el tema del naufragio y la consiguiente
anécdota de supervivencia. Pero la trama de El
señor de las moscas es la macabra contrapartida de las anteriores heroicas
hazañas de Crusoe. Ella describe la aventura de un grupo de niños, internos en
un exclusivo colegio, que, tras caer al mar el avión en que viajaban, van a
parar a una isla desierta. Aislados, tratan de sobrevivir repitiendo las formas
de convivencia del mundo adulto que les es familiar. Sin embargo, poco a poco,
la mayoría de ellos es víctima de una regresión que termina arrastrándolos
hacia el embrutecimiento, la crueldad e, incluso, el crimen. El oportuno
rescate final los salva de una muerte cierta a la que parecían condenados en la
peor forma de decadencia: la que impide, incluso, la posibilidad misma de
sobrevivir.
La novela de Golding,
exacto opuesto al mito robinsoniano, expresa dos desconfianzas: una, ante el
tiempo; la otra, hacia los otros. El tiempo es dibujado como un feroz y
arriesgado ahora que borra cualquier forma de memoria y niega toda posibilidad
de futuro. El otro es un amenazante adversario, un interminable peligro. La
vulnerabilidad colectiva es consecuencia de la degradación del grupo. El grupo
es frágil porque el yo y los otros no conviven; subsisten sólo en medio de la
decadencia. La imprevisibilidad del tiempo es consecuencia de la fragilidad del
nosotros. No existe el porvenir porque no existe el "nosotros", no
hay futuro porque se ha borrado lo "nuestro".
Si Robinson Crusoe dibujaba imágenes que expresaban, sobre todo,
confianza en el tiempo -seguridad en el presente y fe en el futuro-, El señor de las moscas expresa ahora
todo lo contrario: incertidumbre en el presente y una dramática ausencia de
futuro. Si el destino de Robinson era el crecimiento, el de los niños de la
novela de Golding es la autodestrucción. En suma: el largo paréntesis que
separa los comienzos del siglo XVIII del final del siglo XX, es un largo itinerario
que señala definitivos cambios en las miradas, las comprensiones y, sobre todo,
en las esperanzas de los hombres.