Con lo terrible que
pueda ser la imagen de la muerte resulta mil veces preferible a la opción de la
inmortalidad. Una vida infinitamente prolongada, una muerte que nunca llega, es
algo que concebimos como una espantosa pesadilla. La asociamos, por ejemplo, a
la imagen del vampiro: siniestro ser de la noche, condenado por toda la eternidad
a alimentarse únicamente de la sangre de sus víctimas. En otra grotesca imagen
de la inmortalidad, entresacada esta vez de las páginas de la literatura
universal, Los viajes de Gulliver, su
autor Jonathan Swift ilustró con terrible ironía la visión de una vida interminable.
En un país al que Gulliver llega en uno de sus muchos recorridos, existe una
raza especial de seres inmortales que nacen con el estigma de la eternidad
escrito en sus cuerpos. La sociedad acoge el nacimiento de cada inmortal como
una terrible desgracia. La descripción de Swift es la espantosa contrapartida
de toda ilusión de vida eterna: cuerpos decayendo a lo largo de las edades en
un inacabable proceso de deterioro, en la agonía de un final sin fin.
Sin embargo, aterrados
ante la posible inmortalidad de los cuerpos, los hombres hemos anhelado siempre
la inmortalidad de nuestro recuerdo. Deseada permanencia, ya no del cuerpo sino
de las ideas, de las creaciones; que nuestras huellas permanezcan después de
nuestra muerte, que ésta no signifique
el absoluto olvido.
El temor a morir y a
desaparecer es conjurado en uno de los significados fundamentales del arte: el
testimonial. Eternizados en imágenes, en palabras, en sonidos, los artistas dejan
constancia de sus experiencias, de sus sentimientos, de sus aprendizajes.
Escribo esto y no puedo dejar de recordar el extraordinario texto de Francisco
de Quevedo, “Amor constante más allá de la muerte”; con su imborrable final:
“Cerrar podrá mis ojos la postrera/ sombra que me llevare el blanco día,/ y
podrá desatar esta alma mía/ hora a su afán ansioso lisonjera ... Alma a quien
todo un Dios prisión ha sido,/ venas que humor a tanto fuego han dado, médulas
que han gloriosamente ardido:/ su cuerpo dejarán, no su cuidado;/ serán ceniza,
mas tendrán sentido;/ polvo serán, mas polvo enamorado.” La palabra del poeta
consagra, así, la eternización de la pasión que le inspira una mujer, pasión
capaz de vencerlo todo, incluso, a la extinción que llega con la muerte.