¿Qué es el juego? ¿Cómo
definir esa pulsión que lleva a alguien a entregarse a una acción que sólo a él
complace, y cuya utilidad suele resultar, vista de lejos, muy poco clara?
¿Acaso muchas de las acciones de nuestra vida, incluso algunas de las que
suelen considerarse como más trascendentes, no están relacionadas con la
necesidad y la voluntad de jugar?
Jugar nos ayuda a
inventarnos un mundo al margen del mundo, un espacio donde somos protagonistas
y en el que no cuentan las leyes del afuera. Las normas del juego son creadas
por cada jugador y sólo a él atañen. Eso sí, está absolutamente obligado a
obedecerlas. Todo juego dependerá
siempre de muy delicados equilibrios entre lo reglamentado y lo arbitrario,
entre la urgencia de una meta y la inmensa variedad de posibilidades que conduzcan
hacia ella. La lógica del juego es la razón de lo sorpresivo en medio de lo previsible,
la de lo azariento por entre lo descifrable. El juego es disfrutable en la
medida en que quien lo juega sepa aprovecharlo a plenitud: extrayendo de él sus
posibles opciones y aprendiendo de las peripecias vividas.
El final del juego
llegará cuando el jugador así lo decida, y solo entonces. En el juego se puede
ganar y, desde luego, se puede perder. Gana quien se entrega a él enriqueciéndose
con la duración de ese tiempo en el cual invirtió fe y entusiasmo. Pierde quien
no obedece las reglas que él mismo se impuso.
Si se juega a
conciencia, el juego puede llegar a convertirse en algo sagrado; y el jugador
llegar a dedicar su vida toda a esa pasión que lo nutre y rescata. Hay una
cercanía natural entre el juego y la creación artística. En ambos están
presentes la experimentación y la búsqueda, la apasionada entrega y las
particulares normas, los itinerarios imprevistos y las aleatorias duraciones,
las metas tortuosas y las conclusiones inesperadas. El tiempo del juego y el
tiempo del arte parecieran, además, bastarse a sí mismos. Son autosuficientes,
gobernados los dos por la voluntad de un jugador-artista enfrentado a sus
revelaciones y a sus fantasías, a sus recuerdos y a sus ilusiones, a sus
ambiciones y a sus aceptadas limitaciones.
Decidir
escribir, hacer literatura -un juego, claro está: el juego de las palabras- es un
interminable rompecabezas que exige la acertada reunión de saberes, memorias,
argumentos, ilusiones, temores, espejismos... Cada jugador decidirá su manera
de jugarlo: en placidez o apremio, en sosiego o angustia; decidirá, también, su
forma de entenderlo: como refugio o reto, como asidero o delirante aventura,
como concordia o refutación frente a casi todo, como reconciliador hallazgo o
búsqueda atormentada… Cualquier opción del juego es válida si el jugador
descubre en él la exacta tonalidad de su voz.
Al
igual que el juego de la vida, el de la literatura está hecho de opciones, de propósitos,
de esfuerzos, de ilusiones, de conclusiones, de reinicios... Todo convertido en
itinerario, en construcción, en estilo; en suma: plasticidad de las voces de un
ser humano que, junto a ellas, vive, se expresa… Y juega.