Los
tiempos imponen formas artísticas; apoyan la popularidad o desuso de, por
ejemplo, determinados géneros literarios. El tiempo antiguo hizo de la épica,
del largo verso anónimo y colectivo, su más exacta expresión. El tiempo moderno
se relacionó, sobre todo, con la novela y el ensayo. Ambos cristalizaron en dos
libros inmortales: los Ensayos de Montaigne y Don Quijote de la Mancha de Cervantes.
De ellos se ha dicho que son la respuesta de dos privilegiadas individualidades
ante un conflicto de épocas: una, la de la España que contempla su grandeza,
sin dejar de presentir su decadencia; la otra, la de la Francia de la monarquía
absoluta, donde una vieja aristocracia se percibe cada vez más como bufonesca y
desprotegida clase ante el creciente poder real.
En Don Quijote, un disminuido héroe trata
de sobrevivir refugiándose en la idealización de tiempos desvanecidos. En los Ensayos, Miguel de Montaigne, señor de
Yquem, se convierte en testigo de todos los temas, siempre al margen de un
detestado bullicio cortesano. En ambos casos, el mundo que rodea a los autores
es un cambiante y confuso horizonte donde viejas tradiciones se quiebran y
antiguas formas de vida desaparecen para siempre. Y frente a eso, los autores
escriben, quizá, para afirmarse en medio de lo inaceptable o lo incomprensible.
Un género
literario, a mitad de camino entre el ensayo y la novela, es la palabra volcada
en memorias, autobiografías y diarios. Escritura donde la voz de un yo, de
manera abierta y directa, se expresa sin disimulo o subterfugio alguno. Lo que
describe esa voz puede ser cierto o falso, exagerado o exacto; puede ocultar
muchas cosas o distorsionar otras. No importa: lo significativo es su evocación
de experiencias personales convertidas en principio y fin del tejido textual.
La escritura
autobiográfica ha terminado por convertirse en uno de los géneros literarios
más significativos de un tiempo como el nuestro, donde los seres humanos nos
esforzamos cada vez más por entendernos y entender; y, acaso, por resistir o,
simplemente, sobrevivir. Recién escribo esto y viene a mi memoria el que tal
vez sea el más famoso y trágico ejemplo de entre todos los ejemplos famosos de
una voz autobiográfica en el siglo XX: El
diario de Ana Frank.
Desgarrador
testimonio de una jovencita que en medio del horror de la guerra se propuso
escribir su trágica cotidianidad, encerrada en una buhardilla, atestada de
seres que, junto a ella, compartían su doloroso esfuerzo de supervivencia, El diario… fijó un rostro humano ante
una posterioridad que no habría de olvidarlo. Ana Frank enfrentó su destino con
su voz; y, a fin de cuentas, ésta la rescató, a ella y a millones de seres como
ella. La voz de Ana Frank, hecha escritura, permanece y permanecerá como
identificación del rostro y el destino de muchas, de demasiadas, de todas las
víctimas de la irracionalidad humana.