La
historia de una nación, sus itinerarios construidos a lo largo del tiempo,
están muy relacionados con ciertas instituciones-símbolos en las que encarnan su organización y legalidad social.
Un país que no cree en sus instituciones fundamentales, que desconfía de ellas
o las contempla con permanente indiferencia o burlesco escepticismo, es un país
desorientado, confundido frente a su pasado y su presente, receloso de sus
huellas dentro del tiempo. Venezuela pareciera ser una nación de centros
desdibujados y asideros ausentes. Como nación, pareciera haberse movido al
margen de las referencias, lejos de las consolidaciones, fuera de construcciones
legítimamente talladas por una tradición.
Durante
los tres siglos del tiempo colonial, Venezuela fue una remota provincia al
interior de la inmensa vastedad del imperio español. Su marginalidad
territorial y administrativa pareció favorecer muy tempranos sentimientos de
independencia frente a los controles impuestos por la lejana administración central.
Una cosa era lo que decían las disposiciones que llegaban desde Madrid, y otra,
muy diferente, lo que imponía, aquí, nuestra realidad. Los edictos reales
solían desobedecerse a través de un curioso ritual: el funcionario local
colocaba sobre su cabeza el pergamino donde estaba escrita la orden real y
proclamaba públicamente: “Prometo obedecer, pero no puedo cumplir”. Se acataban
las formas y se ignoraban las instrucciones. Una visión comenzó a extenderse
desde entonces entre los venezolanos: la ley casi nunca existe para ser
cumplida.
También resultó muy irregular nuestra
memoria. Los recuerdos aparecían y desaparecían en medio de incesantes olvidos.
Construcciones y memorias fueron siempre muy endebles; muy frágiles las
creaciones, muy poco perdurables los recuerdos. “Nadie recuerda”. O “todo
estaba como hace cuatrocientos años”, escribe Enrique Bernardo Núñez en su
novela Cubagua. Algo semejante había dicho Oviedo y Baños doscientos
años atrás: su propósito al escribir la Historia de la conquista y población
de la provincia de Venezuela, había sido “sacar de las cenizas del olvido”
la memoria de los principales fundadores de la región.
Cierto imaginario de fugacidad e
inconclusión pareció adherirse a los primeros tiempos de la vida venezolana. La
Nueva Cádiz, la primera ciudad del país, desapareció rápidamente cuando las
perlas comenzaron a escasear. Adriano González León utiliza como epígrafe de País
portátil la referencia que hace José de Oviedo y Baños a las numerosas
vicisitudes de la fundación de la ciudad de Trujillo: “fue tan desgraciada esta
ciudad en sus principios, que sin hallar sus pobladores lugar que les agradase
para su existencia, anduvo muchos años, como ciudad portátil, experimentando mil
mudanzas...” La ciudad de Carora, fundada en el año de 1569, fue, luego,
refundada en 1571. La ciudad de Barinas, fundada inicialmente en 1577 con el
nombre de Altamira de Cáceres, no llegó a establecerse en el lugar que hoy
ocupa sino a mediados del siglo XVIII. Mérida fue trasladada a otro lugar poco
tiempo después de fundada y luego mudada definitivamente a su emplazamiento
actual. A más de veinte años de haber nacido la ciudad de Coro, Rembolt, el
gobernador alemán de los Welsers, propone olvidarla y fundar una nueva ciudad
en otro lugar. Nueva Segovia de Barquisimeto cambió de sitio cuatro veces. La
actual Cumaná mudó varias veces de lugar y de nombre en el transcurso de sus
primeros años de existencia. El que estaba llamado a ser el principal puerto de
Venezuela, Caraballeda, fue abandonado poco después de haber sido fundado, a
causa de desaveniencias entre sus vecinos y el gobernador. Pocos años después
sería fundada La Guaira, muy cerca de donde había estado la abandonada
Caraballeda.
De
igual manera, imaginarios muy remotos en el tiempo venezolano evocan amplísimas
y vacías superficies que ocultan en su interior inmensas riquezas. De un lado,
escondidos tesoros al alcance de quienes los pudiesen encontrar; del otro, el
torvo rostro de aquéllos que los buscaban. Riqueza e individualismo, inestabilidad
y violencia en un mundo donde riqueza y poder parecieron ser siempre fugaces. Esos
imaginarios acompañaron el momento de la Conquista durante las primeras
expediciones que buscaban el mítico El Dorado; y acompañaron, tres siglos más
tarde, algunos de los signos impuestos por las secuelas de la Guerra de
Independencia: caudillos militares que, al igual que los conquistadores,
fueron, también, solitarios poderosos guiados por sus ambiciones.
Signos venezolanos una y otra vez
reiterados: individualismo, poder, violencia... La memoria más dignificada en
toda nuestra historia -de hecho, nuestra única memoria dignificada- es la gesta
emancipadora. A esos diez años de guerra convertidos en fetiche de todas las
referencias y de todas las miradas patrióticas, nuestro recuerdo oficial rinde solitario
culto. Y en Bolívar, adorado ícono máximo, los venezolanos aprendemos a
venerar, sobre todo, al guerrero.
Con
Bolívar y la Independencia se inicia cierta convicción venezolana: la de que
para iniciar algo es preciso destruir lo que existía antes. Deshilvanado
itinerario de restas y no de sumas. Derrotero colectivo percibido a través de
la violencia y el olvido. Destruir para construir y olvidar para recomenzar:
los venezolanos hemos aprendido a venerar el cambio, a idolatrar el
renacimiento. Nos hemos acostumbrado a esperar y a confiar mucho más en las
voluntariosas iniciativas de algunos iluminados personajes, percibidos por
encima, muy por encima de la tradición y de la ley, que en construcciones
colectivas. Creemos que logros, aciertos y conquistas afortunadas -si llegan-
deberán hacerlo desde fuera de la tradición, al margen de lo establecido.
¡Rehacer el tiempo, reiniciar la historia! El gran mito del pueblo
venezolano, algo que forma parte de nuestras más oscuras mitologías. Debemos
ser uno de los pueblos del mundo con menos interés ante tradiciones instauradas;
también una de las naciones que más frecuentemente se ha propuesto recomenzar
el tiempo en la voluntad de algunos inspirados. Un delirio que terminó despojándonos
de algo que, al igual que todos los pueblos del mundo, precisamos: una
tradición que nos cobije; un pasado comprensible hecho de continuidades, de
sumas, de incorporaciones; y de menos, de muchísimas menos, restas y condenas y
rencores y olvidos.
Menos rupturas, menos
recomienzos, menos incomunicación dentro de nuestra historia… Tal vez la única
posibilidad para los venezolanos de escapar a demasiada gravitación de
desaliento y afianzarnos sobre itinerarios de consolidación y consistencia.
El tan poco conocido
universo colonial fue mucho más que sopor de misa y de siesta al que lo
condenaron nuestros recuerdos oficiales. Fue, también, mucho más que esa
larguísima sucesión de rufianerías, bajezas y excesos con que lo dibujó Herrera
Luque en su célebre novela Los amos del
Valle. Fue, sobre todo, un tiempo creado por una sociedad que nacía e iba
descubriéndose y formándose paulatinamente. Nuestro siglo XIX es, aparte de la
Independencia -solitario recuerdo que opaca a todos los demás- mucho más que
esa constante evocación de los muy distintos caudillos que gobernaron el país
en medio del más grosero nepotismo. Porque junto a tantas guerras y caudillos,
existió otra Venezuela: una nación empeñada en la búsqueda de un igualitarismo
social, un país impulsado por genuinas convicciones democráticas y anhelos de
justicia colectiva. Y ya en la segunda mitad del siglo XX, durante los cuarenta
años de democracia, el pueblo venezolano fue, también, construyendo, haciendo.
Hubo en esos años errores y excesos; pero hubo, también, la consolidación de
una vida en común. Fueron años que nos acostumbraron para siempre a los
venezolanos que cualquier forma de convivencia en nuestro país no podría ser
sino democrática.
La sociedad civil, ésa
que pareció importar muy poco para las memorias oficiales, ésa que se forjó a
la sombra del tiempo colonial y protagonizó y padeció la sangrienta violencia
de la Independencia, ésa que vivió bajo un siglo XIX plagado de caudillos y
guerras y más caudillos y más guerras, ésa que llega al siglo XX y vive los
cambios del país petrolero, ésa que junto a los nuevos partidos políticos creyó
en ideales de democracia, ésa que se fue apartando de esos partidos cuando
comenzaron a fallarle, ésa que se encuentra ahora confusa y dividida en medio
de la división y la confrontación… En ella encarna cierta esencial continuidad
del tiempo venezolano. Encarna una tradición que sería el contrapeso necesario
para la trasnochada imagen de individualismos mesiánicos como únicos hacedores
de la historia nacional.